Las pruebas genéticas en el derecho del trabajo
Un mundo feliz no deja de ser una de las novelas más tristes de la historia. Lo es a nivel humano, a nivel jurídico en general y, especialmente, lo es para un 'iuslaboralista'. Aquello que Huxley describía como una quimera, se plantea ahora como una cruda realidad. Más aún, y en muchos casos, como una exigencia del mercado capaz de trastocar la vieja idea del ordenamiento social al calor del progreso técnico y de los descubrimientos científicos y médicos.
La selección genética de los trabajadores, en busca del Santo Grial del empleado perfecto, debe hacer frente a la evidencia de que en la actualidad no existe ninguna persona zéro défaut, aunque sí niveles de resistencia más grandes en unos individuos que en otros.
Se constata, por tanto, la presencia de aquel sustrato sobre el que el filósofo sembraba la discriminación. Abonado en este caso con otros ingredientes necesarios, como la aparente legitimidad del interés empresarial en reducir costes sanitarios y el cumplimiento diligentísimo de la obligación que sobre él pesa de garantizar un entorno laboral seguro y saludable.
Los test genéticos, apoyados por los avances informáticos, pueden llevar, por la vía del multiplexing, a que los aspirantes a un empleo se conviertan en seres casi transparentes para el mal llamado mercado de trabajo. Cierto es que conociendo los riesgos del trabajo se puede anticipar la prevención. Pero no es menos cierto que determinada información en manos del empresario puede acabar convirtiendo la mera propensión en una nueva enfermedad profesional contraída antes de iniciar la vida laboral.
Tal es así cuando se confunde interesadamente una minoría de enfermedades monofactoriales (que obedecen sólo a la herencia biológica) con la gran mayoría de enfermedades de origen genético, a catalogar como multifactoriales, es decir, íntimamente dependientes para su desarrollo de aspectos ambientales, culturales y sociales; cuando aviesamente la predisposición alcanza -aunque sea al precio de excesivos falsos positivos y falsos negativos- anticipadamente el grado de realidad.
El resultado, de mantenerse ciego el ordenamiento social a su presumiblemente masiva difusión, provocará, sin duda, un coste humanitario injustificado.
En primer lugar, porque el empresario siempre acabará conociendo más de lo que le interesa, extendiendo el ámbito subjetivo y objetivo de distintos factores que signan de manera indeleble a la persona y se transmiten de generación en generación. En segundo término, porque proliferarán nuevas 'listas negras' y se ordenará la sociedad laboral bajo un actualizado sistema de castas en función del riesgo o la resistencia genéticos.
Derechos fundamentales
La libertad de empresa y la aparente filantropía preventiva no pueden obviar que con estas prácticas, a veces ocultas tras sencillos y rutinarios exámenes médicos, se está atentando gravemente contra los derechos fundamentales de los trabajadores.
Así, se atenta contra la intimidad, por supuesto, en tanto son datos privados particularmente sensibles sobre cuyo conocimiento el empleado pudiera tener interés específico en excluir a terceros.
Se atenta contra la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad, cuestionados en reflexivo por un posible 'oráculo' o 'profecía' malditos y, en recíproco, por un apartamiento indigno en el ejercicio de su derecho al trabajo. Y, en fin, se atenta contra la integridad física y la autodeterminación informativa, como derecho del individuo a decidir por sí mismo acerca de la utilización de sus datos.
La solución a tan peliagudo problema no se alcanza, empero, con el genérico recurso a los derechos fundamentales. Tampoco a través de la remisión a unas normas internacionales sólo comprometidas en grandes declaraciones.
Es menester un descenso en el positivismo jurídico ante estos avances científicos. En el caso, cabría propugnar tres principios de articulación rescatados -no deja de ser paradójico- de las actas sobre los juicios de Nüremberg.
En primer lugar, procedería sostener con contundencia el 'derecho a la ignorancia'. El trabajador podría decidir, no sólo que excluye a terceros del acceso a la información sobre las características laborales que atañen a su esfera personal, sino también el grado de conocimiento que sobre sí desea obtener, incluyendo el derecho a mantener su estatus de 'enfermo saludable'.
Insolidario, probablemente, pero es el único remedio eficaz cuando hay valores tan elevados en juego que sólo deberán ceder frente al círculo familiar, dada la transmisión hereditaria de determinadas enfermedades, y frente al peligro cierto para los compañeros de trabajo o el resto de la sociedad.
En segundo término, superar las insuficiencias del anterior principio con la ayuda de uno de nueva generación, el consentimiento informado.
Si quien pretende alcanzar un empleo manifiesta al empresario que ni conoce ni quiere conocer su patrimonio genético, más que probablemente encontrará la respuesta negativa de aquel empleador que ha convertido estos test en una condictio sine qua non al amparo de su libertad para contratar.
Derecho a mentir
Ante tal tesitura, de poca o ninguna eficacia va a disfrutar el primero de los derechos propugnados. El aspirante tenderá a contestar y a someterse al análisis clínico. Lo habrá de hacer, sin embargo, amparado por un patrón ético de respeto a la persona que ha de cubrir dos flancos importantes.
De un lado, el derecho a autodeterminarse, a saber, conocer el tipo de pruebas y consentir su realización. De otro, el derecho al control sobre la información obtenida, que debe quedar ceñida a la relación entre el médico y el paciente, sin llegar otra noticia al empleador más que su aptitud o no y ser siempre administrada por el interesado.
En fin, dada la escasa operatividad reconocida al primero de los principios y el grado de sofisticación y desconocimiento que pesa sobre el segundo (la Ley Orgánica del Tratamiento de Datos Automatizados es casi tan perfecta en sus intenciones como desconocida en su aplicación real). Y, consciente de que no es la solución perfecta, cabría abrir las puertas al viejo Recht zur Lüge (derecho a mentir). Frente a la exigencia abusiva o ilícita del empresario de datos sobre su estado o condición genética, cabría sostener, como sienta la jurisprudencia alemana, que el operario tendría el derecho a 'dar una contestación incorrecta', asumiendo la plena responsabilidad de tal actuación, pero sabiendo que sólo en sus manifestaciones extremas (se repite, peligro para los compañeros o para terceros) podría llevar a la nulidad de la contratación efectuada sobre esa base incierta o al despido invocando tal causa.
Cuando se cumple un año desde que se completó el mapa genético, habiendo pasado por clonaciones animales y 'humanas para uso terapéutico' y siendo conscientes de la progresión geométrica en distintas variantes de pruebas genéticas para el acceso al trabajo, se llama la atención a los poderes públicos en demanda de una normativa que, como siempre, va a remolque de la sociedad.
Entre tanto, reflexiónese sobre las propuestas esbozadas, no sea que tengamos que reproducir aquel fragmento donde el orden en la producción atendía a tres clases, los 'incontratables', los 'aceptables' y los 'excelentes'. 'Patrimonio genético igual a empleo', concluía el novelista. Triste, verdaderamente triste.