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Columna
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España como ejemplo

El presidente del Gobierno no descansa. Tras el paseo triunfal por el congreso de su partido debe ahora asumir las ingratas tareas de impulsar la construcción del continente en que vivimos a través de la presidencia de la UE. Animoso y seguro como es él, ha iniciado sus trabajos con una conferencia en El Escorial en la que ha señalado las ambiciones de su empeño y las orientaciones de su política. Y sin ningún rubor al criticar a los países europeos regidos por socialistas ­verdaderas rémoras para el progreso de todos, como es bien sabido­ se ha puesto a sí mismo como ejemplo. En verdad ¿qué mejor argumento para dar crédito al éxito que promete que la exhibición del éxito alcanzado en la gestión de la política española?

La invención de las naciones, incluida la española, es un largo proceso histórico asentado en una explicación del pasado que acaba por convertirse en memoria colectiva aceptada por la mayoría. Como es habitual en estos casos, los arquetipos de la nación, de su carácter y de sus diferencias respecto de otras naciones son una suma de verdades y de mitos, casi siempre modelados por los deseos y la conveniencia de los poderes existentes. Durante mucho tiempo ­para algunos el tiempo no pasa­ los españoles hemos sido, por ejemplo, valientes como nadie, católicos por supuesto, capaces de sustituir con imaginación la abundancia de riqueza de medios y de esfuerzo de otros; individualistas, orgullosos y hasta feroces con los opresores y, eso sí, especialmente dotados para las artes, entre otras muchas virtudes de la raza. No hay en ello nada excepcional, a menos que se tache de tal la significativa influencia que la propaganda de diverso origen juega en el resultado final obtenido. Ya se sabe que la historia la escriben los vencedores. Al menos, mientras lo son.

En una escala menor, los Gobiernos de turno tienden a escribir su pasajero periodo de mandato con letras indelebles que magnifiquen sus hazañas. Cuando no existen resistencias, como las que surgen de la libertad de información y crítica en un sistema democrático, cada paso que aventuran o cada simple escalón que ascienden se describe con la desmesura de los calificativos históricos, de las conquistas excepcionales, de las obras trascendentes. Ha de reconocerse que, con frecuencia, tales imágenes subsisten por algún tiempo a pesar de la libertad de información propia de los países democráticos. No porque de verdad se acepten las visiones oficiales sino porque ­conviene no engañarse­ siempre hay algo que preservar y tal vez mucho que ganar al no indisponerse con los poderes establecidos.

Pues bien, se trata ahora de trasladar a Europa el éxito de las políticas internas. Lisboa ha sido el nuevo referente de la política común europea. Se trataba en aquella cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, no lo olvidemos, de convertir a la UE en el espacio económico más dinámico del mundo ­reduciendo el retraso respecto a EE UU­ y, a la vez, de preservar un modelo, el europeo, basado en un elevado grado de cohesión y protección social. Es discutible que España pueda dar lecciones útiles de cómo avanzar en esa dirección.

Sin duda alguna, España ha crecido más que la media europea en los últimos años, lo que a todas luces es positivo. Pero, dadas las características del crecimiento español, eso no asegura ni el crecimiento futuro ni la mejora permanente de la competitividad de su economía. Como es sabido, la política económica del señor Aznar desde 1996 se puede resumir en el aprovechamiento de las ventajas derivadas de la pertenencia a la zona euro durante un periodo de significativa expansión económica internacional. Y el compendio de las decisiones económicas de este periodo se expresa en una reducción adicional del déficit público obtenida mediante la nada deseable combinación de subida de impuestos, reducción de la inversión, restricción del gasto social y liquidación del patrimonio público empresarial sin creación de competencia efectiva en los mercados. Un conjunto de decisiones que poco tiene que ver con la senda marcada en Lisboa ni con la deseable a medio plazo para la economía española.

Acercarse al estudio sobre la competitividad de la Comisión Europea para 2001 es una buena ocasión para destacar el lugar que nuestro país ocupa en todos los indicadores que, aparentemente, configuran la clave del éxito futuro: la productividad, el peso de la investigación científica y tecnológica o el papel que desempeña en el sistema productivo la incorporación de las tecnologías de la información y de las comunicaciones.

Y echar un vistazo al último informe de Eurostat sobre la protección social en Europa es, a su vez, la ocasión de constatar el retroceso de nuestro país en materia de protección social. Los datos de 1999 ­último año con datos comparables­ ponen de relieve que España era el último país de la UE en gasto social por habitante, medido en paridad de poder de compra (3.416 unidades frente a una media de 5.793 para la UE-15, y por debajo de Portugal, Grecia e Irlanda).

El señor Aznar afirma que nuestros avances han sido posibles porque ¢hemos mantenido nuestro compromiso con la estabilidad y las reformas liberalizadoras¢. Es posible que lo crea aun sin haberlo practicado. Por eso ahora propone como prioridades para Europa más flexibilidad y nuevas liberalizaciones junto al empleo y la educación. ¿Con reválida, quizás?

Uno desearía que, aún al precio de la insufrible propaganda, ciertas cosas empezaran a convertirse en realidad. A fin de cuentas, si el estereotipo del carácter español que cierta historia nos ha legado hubiera tenido más relación con el amor a las ciencias y al conocimiento que, pongamos, con la teología y la ensoñación del pasado, tal vez hoy no necesitáramos presumir de aquello de lo que, desgraciadamente, todavía carecemos.

Insista el señor Aznar en ponerse como ejemplo para Europa. Es posible que acabe por aprender algo de los demás, de lo que todos, por fin, podamos beneficiarnos.

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