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Columna
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Distorsiones en la agricultura

La ineficiencia social y económica del gasto agrícola viene siendo analizada desde diversas perspectivas, especialmente a partir de 1a reforma de la política agraria común (PAC) de 1992 que implantó las ayudas directas por hectárea en los denominados cultivos COP (cereales, oleaginosas, proteaginosas). A partir de la Agenda 2000, en base al Reglamento 1259/1999, estas ayudas pueden someterse a condicionamientos medioambientales o ser objeto de una reducción hasta del 20% cuando la rentabilidad de la explotación o el volumen de ayudas a percibir se considere excesivo, pero, todo ello, se deja a la libre decisión de los países miembros.

Este proceso, denominado de modulación de las ayudas, no se ha puesto en práctica en España. Extremadura es la única comunidad autónoma que parece dispuesta a su aplicación, aunque ello haya provocado gran 'alarma social'.

La modulación de las ayudas agrarias podría limitar parcialmente algunos de los efectos sociales más escandalosos del actual sistema de apoyo a la agricultura de base cerealista, aunque existen problemas prácticos en su aplicación derivados, por una parte, de las peculiares formas de financiación común de la PAC, que obligaría a la cofinanciación con fondos nacionales al reutilizar los 'ahorros' efectuados y, por otra, debido a la camaleónica capacidad de adaptación de la gran empresa agraria, que ya ha previsto su división en unidades más reducidas e independientes, para evitar cualquier penalización correctora respecto a la situación actual.

Es obvio que el sistema tiene efectos perversos que sólo podrán ser corregidos a través de una nueva reforma que afecte al fondo de la cuestión, por razones sociales, pero también por otras de índole económica, entre las que deseo hoy ocuparme de los efectos de distorsión productiva en la agricultura.

Un primer efecto de distorsión es el que se produce entre los cultivos y aprovechamientos subvencionados y aquellos que no lo están. Habitualmente se menciona la 'asimetría' de la PAC para destacar este tratamiento desigual que condena a la práctica desaparición a las producciones menos favorecidas por el apoyo público.

El volumen de las ayudas directas alcanza en la actualidad el 30% de la renta agraria española, aunque en muchas comarcas y explotaciones agrarias más directamente beneficiadas sea una proporción aún superior. Esta relevancia de las ayudas directas condiciona la estrategia empresarial de formas muy variadas. Voy a destacar tan sólo uno de sus efectos, por la potencialidad de distorsión sobre el complejo agroalimentario: el deterioro en la calidad del trigo para su destino a la alimentación humana.

A mediados de los años sesenta, España alcanzó la autosuficiencia en el abastecimiento de trigo y la política agraria, autónoma en aquellos años, inició un profundo cambio en la relación de precios relativos trigo/cebada, para privilegiar la expansión del principal cereal para pienso de producción nacional, la cebada. Al mismo tiempo se estimulaba la producción de maíz en los regadíos, aunque siempre se mantuvo una fuerte dependencia de las importaciones de este cereal, básico en la fabricación de piensos.

Con la incorporación de España a la UE, la apertura del mercado permitió que la industria utilizadora desarrollará importaciones de trigo, en busca de aquellas calidades más aptas a los diversos procesos industriales. Las importaciones de trigo blando en el quinquenio 1986-1990 se situaron en un promedio anual de 316.000 toneladas. Tras la reforma de 1992 y la introducción de ayudas directas, en el quinquenio 1994-1999, las importaciones de trigo blando se han elevado a 2,8 millones de toneladas anuales, multiplicándose por nueve. Salvo en alguna campaña climatológicamente singular, las producciones son similares a las de la década anterior y, por tanto, ¿cómo explicar la espiral importadora?

La industria harinera española moltura anualmente unos cuatro millones de toneladas de trigo blando panificable de las que 2,5 millones, el 62,5%, proceden de importación. España produce dicha cantidad sobradamente, en un año normal, aunque las calidades no suelen adaptarse a los requerimientos de las industrias utilizadoras. Como conclusión, España está destinando tres millones de toneladas de su producción de trigo a la fabricación de piensos para la alimentación animal, a precios mucho más bajos que los que podrían obtener los agricultores si ofertaran las calidades requeridas por las industrias dedicadas a los diversos productos de consumo humano directo.

La política cerealista europea está provocando esta desprofesionalización del agricultor, al impulsarle por la trayectoria del mínimo esfuerzo, mínimo coste, no sólo en el cultivo, también en la prospección de mercados y la comercialización.

Las consecuencias a medio y largo plazo son de creciente dependencia de las ayudas directas y de incapacidad para enfrentar en el futuro una actividad empresarial basada en actitudes y parámetros de mercado, es decir, frente a la ya planificada apertura gradual de los mercados mundiales, un suicidio minuciosamente programado por la autoridad competente.

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