El nuevo intervencionismo es de derechas y nada liberal
El trumpismo entra en el capital de empresas, les dicta dónde invertir, quiere asaltar la Reserva Federal. Y trata de amedrentar a los medios de comunicación, hasta a la BBC


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La nueva derecha populista, en auge en todo el planeta y en el poder en la Casa Blanca, cada vez tiene menos de liberal. Si en las décadas anteriores se hablaba del neoliberalismo, y hasta del ultraliberalismo, hoy tenemos que certificar que lo que se impone es la derecha iliberal, como se ha calificado a la que desprecia los principios clásicos que formularon David Ricardo, John Locke o Adam Smith y que muestra instintos autoritarios. Esa nueva derecha no lo fía todo al libre mercado como decía el manual, aunque le gusta desregular y bajar impuestos, porque interviene decididamente en la economía y (peor aún) en las empresas; también (mucho peor) en los medios de comunicación. Como si el capitalismo de Estado (aderezado con censura feroz) en que se ha convertido la China que decíamos comunista fuera el modelo global para el siglo XXI. Ahora se lleva el hombre fuerte, como vuelve el Estado fuerte, nada de eso del laissez faire.
Donald Trump es el gran protagonista de ese giro. En un país poco habituado a la participación estatal en las empresas, el Gobierno de EE UU ha entrado en el capital de Intel (por los chips) y Lithium Americas (por los minerales raros), y ha hecho saber que estudia hacerlo en Lockheed Martin (armamento), Boeing (aviones) o Westinghouse (nucleares). Pero es que además Trump ha dado instrucciones a empresas concretas de tecnología o de productos de consumo, como Apple, las farmacéuticas o Walmart, para que produzcan aquí o allí o para que contengan precios. Eso sí, Washington avanza en la desregulación en todo lo relacionado con el medio ambiente o los derechos sindicales. Para esto sí es ultraliberal.
Quedan atrás los tiempos privatizadores inspirados por la revolución conservadora de Thatcher y Reagan a partir de los años ochenta. Claro que en esos procesos podía haber trampa: en la España de tiempos de Aznar se privatizaron las últimas empresas públicas (Telefónica, Endesa, Repsol), pero después el Gobierno seguía nombrando a sus presidentes y orientando su gestión. Ahora otro Ejecutivo español, a través de la SEPI, ha vuelto al capital de Telefónica (y destituyó a su presidente, Álvarez-Pallete, citándolo en La Moncloa) y ha entrado en los de Indra o Talgo; también ha creado la llamada SEPI digital para inyectar dinero en negocios tecnológicos. Hay más ejemplos en el mundo, a derecha e izquierda, porque el desorden global, la experiencia de la pandemia y las amenazas bélicas han llevado los Estados a estrechar el control directo o indirecto de empresas estratégicas. Es comprensible si el interés es ese, el de la seguridad nacional.
Pero volvamos a lo que ocurre en unos casi irreconocibles Estados Unidos. La mayor contradicción de Trump con el liberalismo está en su pulsión por imponer aranceles, volubles e inestables, que de un día a otro se disparan o se recortan. Se enfadó mucho con Canadá porque el Gobierno provincial de Ontario usó la imagen de Reagan en un anuncio, dado que el popular presidente de EE UU en los años ochenta era un convencido librecambista. Trump estalló contra el anuncio, que calificó de “fake”, y Canadá tuvo que pedir perdón. Lo cierto es que Reagan sí decía cosas como esta: “Debemos tener cuidado con los demagogos que están dispuestos a declarar una guerra comercial contra nuestros amigos, debilitando nuestra economía, nuestra seguridad nacional y a todo el mundo libre”. Eso sí era liberal.
Y Trump también ha intentado dinamitar uno de los principios del capitalismo moderno: la independencia de los bancos centrales. Su afán por manejar a su antojo la Reserva Federal se ha llevado un revés en la justicia, que mantiene por ahora en su puesto a la gobernadora Lisa Cook, mientras el mandatario lanza un acoso sin precedentes contra el presidente de la Fed, Jerome Powell, objetivo de una catarata de insultos (“mula testaruda”, “tonto de remate”, “cabeza hueca”...). La independencia de los bancos centrales no es un tabú, sino una clave para la confianza del mercado: que un Gobierno maneje los tipos de interés según sus intereses políticos y fuera de los criterios técnicos puede llevar al desastre. Esa batalla no ha terminado y puede ser demoledora para la credibilidad de la economía de EE UU.
Al mismo tiempo, cuidado con esto, el trumpismo mete mano (con o sin consentimiento) a los medios de comunicación. Por distintas vías, entre ellas una lluvia de demandas milmillonarias por difamación que pretende intimidarlos: así se ha hecho contra The New York Times, The Wall Street Journal o Paramount (cuya fusión con SkyDance solo se aprobó tras un acuerdo para indemnizar a Trump y el despido del cómico Stephen Colbert). No, tampoco los humoristas se libran: recuerden la cancelación, que exigió de malas maneras el presidente del regulador de las comunicaciones FCC, del programa de Jimmy Kimmel, lo que desató tal polémica que la ABC acabó dando marcha atrás.
Esto ha resultado en la derechización de cabeceras y grupos mediáticos muy relevantes después de operaciones inspiradas por la Casa Blanca y llevadas a cabo a través de empresarios afines, como Larry Ellison, el milmillonario dueño de Oracle, y su hijo David. El periodista y experto en medios Jeff Jarvis lo explica así: “Larry y David Ellison se están convirtiendo en mini-Murdochs, magnates de los medios de comunicación que se apoderan de la CBS e instalan allí la gestión de la derecha, y es probable que pronto se hagan cargo de CNN, junto con TikTok”. No son solo los medios, claro: son las plataformas de redes sociales (más influyentes hoy) como la citada, X o Facebook las que caen en la telaraña de intereses de la derecha dura.
La campaña de Trump para controlar o desestabilizar los medios que son críticos con él ni siquiera se detiene en sus fronteras. Esta semana la BBC británica, que por muchas crisis que atraviese sigue siendo un referente de profesionalidad, sufrió un ataque desmesurado desde Washington por un error reconocido y relativizable, que llevó a las dimisiones del director general de la cadena, Tim Davie, y de la responsable de Informativos, Deborah Turness. Lo que se ha considerado imperdonable es lo siguiente: en un documental sobre Donald Trump (de la productora October Films) emitido antes de su reelección se extractaron partes de su discurso del 6 de enero de 2021, cuando animó a sus seguidores a marchar sobre el Capitolio en lo que acabó en un asalto violento al templo de la democracia, en cierto modo un intento de golpe de Estado. El montaje hacía creer que dos frases del presidente entonces saliente se pronunciaron del tirón, y no en partes separadas del mismo discurso. Fue una mala práctica, de acuerdo. Pero no cambiaba tanto el contexto en esa secuencia: en efecto, Trump animó a sus seguidores a “luchar como el demonio” (fight like hell!) en el Capitolio contra la elección de Joe Biden, el ganador en las urnas entonces.
Que el intento de coaccionar a los medios desde la Casa Blanca haya cruzado el océano Atlántico y alcanzado a un símbolo de la buena prensa en Europa es una noticia más que inquietante. No solo para los periodistas: también (sobre todo) para los ciudadanos, los titulares del derecho a la información, los que deben poder conocer la verdad aunque disguste al que manda.
Fue verdad que Trump alentó la insurrección aquella noche para la infamia, como fue verdad que Reagan detestaba los aranceles. Y lo es que el liberalismo atraviesa horas bajas.
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