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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Francia debe guillotinar el gasto para rescatarse y salvar a Europa

Con altísima presión fiscal, carece de margen en los ingresos y debe frenar el deterioro económico para recuperar atractivo

Francia es el auténtico enfermo de Europa. Tiene una crisis política derivada de una crisis fiscal subyacente, que ha sido generada por decisiones políticas, y que solo superará también con decisiones políticas, aunque hasta entonces mediará un crescendo crítico que no ha hecho sino comenzar. El hexágono vive atrapado entre una espiral de deuda pública cada vez más alarmante y una resistencia irredenta de sus ciudadanos a ponerle freno. La fragmentación política, fruto en parte de ambas circunstancias, dificulta la solución y corre el riesgo de prolongarse varios años y acercar al país, y la zona euro otra vez, a la orilla del suicidio.

En verano de 2012, tras el rescate bancario de España y con Irlanda, Portugal y Grecia en carne viva, Francia estuvo en el punto de mira de los mercados financieros y solo recuperó el sosiego tras el golpe en la mesa del Banco Central Europeo anunciado por Mario Draghi en Londres: “The ECB is ready to do whatever it takes to preserve the euro”. Tras aquel electroschok fiscal, todos los países se han aplicado en el control de sus finanzas públicas, pero unos lo han hecho con más celo que otros. Y Francia, atrapada siempre en la soberbia de la grandeur, ha hecho poco, hasta el punto que ahora, cuando el pesimismo de los mercados vigila la deuda, y las agencias de rating rebajan su calificación (Fitch hace unos días), los bonos franceses tienen la prima de riesgo por encima de emisores siempre menos solventes como España, Portugal o incluso Italia. Y no es por casualidad.

Sin Presupuesto, con un déficit crónico que no baja del 6% del PIB, una deuda pública que supera el 114%, y envuelta en una enconada polarización política, Francia devora gobiernos (va por el cuarto en un año de legislatura), debilita la presidencia de la República y se abrasa en un conflicto social que impide una solución razonable e inmediata.

Los políticos sensatos han intentado varias veces dar solución a esta espiral de deuda iniciada hace cincuenta años (en 1970 el pasivo público francés era del 20% del PIB, del 58% en 2000 y del 114% ahora), y siempre han claudicado ante la presión de la calle, sin duda el primer poder en Francia, que ha impuesto decisiones políticas muy costosas y arriesgadas para mantener un Estado del Bienestar que a duras penas puede financiar sin daño severo a su economía. El discurso del dimitido presidente Francois Bayrou en la Asamblea refleja como nunca nadie lo había hecho hasta ahora la realidad del país, pero el país ha vuelto a hacer oídos sordos.

“No estamos ante una cuestión política, sino histórica, que concierne a la existencia de la nación. Francia vive una insoportable hemorragia; el destino de sus ciudadanos está amenazado; si no hacemos nada, todo está abocado al colapso, nada es sostenible: ni las pensiones, ni la sanidad, ni la educación ni la vivienda. Podemos perder nuestra libertad: la deuda y nuestros acreedores son tan poderosos como las armas”. Fin de la cita.

En coherencia con este diagnóstico apocalíptico, Bayrou planteó solo un pequeño esfuerzo fiscal en comparación con lo que necesita el país, buscando la complicidad de la Asamblea Nacional para seguir tirando, aunque tal programa únicamente fuese un parche que apenas contendría la hemorragia unos años. Las fuerzas políticas radicales, a izquierda y a derecha, han olido la sangre y prefieren achicharrar al presidente de la República, Emmanuel Macron, a la espera de su turno. Un turno que deterioraría más la situación económica y fiscal del país si apuesta por la ultraizquierda, y que pondría a la Unión Europea en el disparadero si apuesta por la ultraderecha. En cualquiera de los dos casos, el euro volvería a la picota, y puede que ni todo el poder del BCE sea suficiente para sostenerlo.

El país necesita una dosis de austeridad muy superior a los 44.000 millones de euros que planteaba Bayrou, una reducción de la fiscalidad que refuerce el atractivo económico de la nación, decisiones más ambiciosas que recorten el tamaño del Estado y el de sus plantillas, y medidas que lleven a Francia a “reconciliarse con el trabajo”, como ha reclamado Bayrou. Necesita poner el Estado del Bienestar bajo la guillotina. El país dispone de margen para hacerlo, pero precisa el carísimo plácet del movimiento social, muy activo en los dos flancos sociopolíticos.

Francia se ha convertido en las últimas décadas en un país sociológica y económicamente dual, con tecnología y profesionales muy cualificados que trabajan en empresas muy fuertes y competitivas en los mercados de todo el mundo, pero que son parasitadas por una masa funcionarial y de pasivos con crecientes y carísimos derechos defendidos a capa y espada en la calle cada vez que alguien los cuestiona.

Los analistas recuerdan estos días que Francia tiene unos fundamentales económicos en franco deterioro por los elevados niveles de presión impositiva a las empresas, y que el verdadero riesgo es prolongar el inmovilismo político (no hacer nada) mientras prosigue la erosión de los fundamentos de la economía gala y de su credibilidad, aunque los inversores, con menos apetito, eso sí, sigan comprando el papel del Tesoro.

¿Qué puede hacer para reconducir en serio el marchamo declinante de su economía? Primero, dar el alto definitivo al desaforado crecimiento de su gasto público, para, segundo, poder aliviar fiscalmente a empresas y particulares y recuperar al atractivo para invertir en Francia. Tendrá un conflicto social desconocido (esta semana, huelga general), pero la alternativa es peor.

El déficit de sus pensiones, con una de las jubilaciones más tempranas del continente (64 años para los nacidos tras 1968, 62 para el resto), supera los 50.000 millones de euros si se obvian los 42.000 que pone el Estado para financiarlas (algo parecido a España), pese a disponer del nivel de cotizaciones más elevado de Europa (36,6% del salario bruto), con las bases máximas también más elevadas (112.000 euros anuales), y un recargo sobre el IRPF. Algo tendrá que hacer, poniendo más acento en el gasto que en los ingresos, ya demasiado estresados.

Debe llevar el déficit fiscal al 3% del PIB, la mitad que el actual, para poder atajar un gasto público que absorbe el 57,1% del PIB por la presión del funcionariado, la factura sanitaria y educativa, y la desatada partida de intereses (75.000 millones el próximo año y cerca de 110.000 en 2030). Y la palanca disponible sólo está en los gastos, porque Francia ya soporta la mayor presión fiscal de Europa (45,4%): tiene un marginal máximo de la renta del 45% y severos recargos para ganancias de más de 250.000 euros; un gravamen del 30% sobre ahorro, dividendos y plusvalías; y un 25% sobre beneficios de sociedades.

Elevar los ingresos, salvo por generación de nuevas bases imponibles, es improbable. El nuevo primer ministro, Sébastian Lecornu, y su protector Macron solo tienen la opción de pasar por la guillotina el gasto público para poder recuperar la confianza plena de los inversores. Pero tal opción tendrá un coste político que estrechará sus opciones y dará alas a los extremos, con consecuencias desconocidas en Francia y en la Unión Europea. Pero la alternativa de no hacer nada, ya no vale, salvo que la Francia de los próximos años empiece a parecerse a la Grecia de hace tres lustros. Mal asunto para Francia. Y para Europa.

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