De cómo la agitación turística y laboral pervierten la vivienda
Un crecimiento anclado en el turismo y la llegada de migrantes y un desacertado intervencionismo tensionan el mercado

No hay economías completamente abiertas, porque hasta en las más libres existe un grado de intervencionismo público por vía fiscal, que puede reforzarse con regulaciones de varios mercados de bienes, servicios y factores productivos, e incluso llegar al paroxismo marxista de acaparar la propiedad, con las consecuencias nefastas que la práctica histórica nos ha enseñado. Pero si el intervencionismo es muy delicado por la complicada determinación de sus dosis, el avance desmesurado y desequilibrado de la demanda en determinados bienes y servicios genera perversiones y graves efectos secundarios en otros. España tiene varios ejemplos muy explícitos.
Hay tres engranajes económicos que se desenvuelven en mercados libres, aunque en todos ellos los gobernantes meten cuchara, con poco acierto las más de las veces, para justificar su posición ante la censura social que de manera creciente ha surgido en cada uno de ellos, que están social y económicamente encadenados: el trabajo, el turismo y la vivienda. Los tres han encajado fuertes dosis de agitación en los últimos años, especialmente tras el temor apocalíptico que inyectó en la sociedad la pandemia de covid, han crecido desordenada y desorbitadamente, y a partes iguales han generado riqueza y pobreza en la sociedad.
Empecemos por el turismo, que encadena varios años de fuerte crecimiento con la desviación de recursos de los hogares hacia el ocio tras la psicosis de fin del mundo que arraigó en todo el planeta tras la peste de 2020. El fenómeno es global, pero España, que ha sido siempre un destino turístico tradicional, ha reforzado su carácter receptor hasta despertar recelos sociales por la supuesta masificación de esta actividad, una reacción añeja en museos urbanos como Venecia, pero que ha brotado en Barcelona, en Málaga, el Palma de Mallorca o en Canarias.
España recibirá este año cerca de cien millones de visitantes, nada menos que dos veces su propia población, pero no se debe olvidar que es la primera industria del país y que una muy buena parte de la sociedad vive de ellos. En 2019, año previo a la pandemia, encajaba la visita de 83,5 millones, y justo desde la salida de la gran recesión en 2010, prácticamente ha duplicado los visitantes.
Ha sido en este renacido ciclo alcista de actividad el motor primero del crecimiento, junto con el avance de la población. Los ingresos por turismo en los últimos doce meses llegaron a 102.000 millones de euros, y aunque los pagos lo hicieron a similar ritmo por la salida de españoles al exterior, dejaron un saldo de más de 70.000 millones de euros (el 4,3% del PIB), y fueron el principal alivio de la balanza por cuenta corriente y de la consolidación de una holgada capacidad de financiación de la economía. Pero no hay bien que por mal no venga: esta efervescencia turística ha ido acompañada de un perverso avance de los precios en los servicios de ocio de todo el país, y ha contribuido a envilecer el mercado de la vivienda.
Pese a que España tiene un equipamiento turístico aceptable, las desorbitadas tarifas hoteleras y la masificación de la demanda ha provocado la búsqueda de alternativas de alojamiento que también han impactado tanto en la compraventa como en el alquiler de vivienda. La inversión residencial para uso turístico se ha disparado en muchas zonas costeras e incluso en grandes ciudades con atractivo turístico, elevando los precios de adquisición y de alquiler. Y lo ha hecho pese a las inevitables medidas intervencionista en ambos mercados (limitación de precios, de plazos de alquiler turístico, etc.), o bien como consecuencia directa de ello.
El paradigma de tales perversiones se escenifica en Ibiza y otras zonas de alta demanda y escasa oferta residencial, en las que parte de la fuerza laboral, turística o no, no encuentra alojamiento residencial o el coste supera su renta, y opta por la precariedad de la roulotte.Pero el turismo ha funcionado también como motor del mercado de trabajo, que ha sido atendido fundamentalmente por fuerza laboral inmigrada en los cinco últimos años (casi dos millones de inmigrantes copan la parte del león de la creación de empleo). Las actividades relacionadas con el turismo y sus alrededores han absorbido una muy buena parte del nuevo empleo en un mercado que está a merced y al servicio del vigoroso avance de la población.
Un fenómeno atendido casi exclusivamente por vía inmigratoria que es de urgente necesidad en una sociedad que atraviesa los rigores de un duro invierno demográfico (el crecimiento vegetativo de los nativos es negativo), y pese a chocar con recelos xenófobos en una parte de la sociedad alentados por posiciones políticas radicales. Pero esta llegada masiva de inmigrantes, como ya ocurriera en los primeros años del siglo, además de ser un pulmón de demanda interna, también ejerce una presión perversa sobre el mercado de la vivienda, disparando tanto los precios de adquisición como el del alquiler, en el que se refugian colectivos sin el ahorro que les facilite el acceso a la propiedad.
Lógicamente tal presión no castiga solo a los recién llegados que, sin arraigo familiar alguno, tienen que hacer frente a alternativas residenciales, sino a todos los colectivos juveniles que quieren acceder a la vivienda. En buena lógica, todos los mercados terminan ajustando sus costuras, pero con retrasos de generaciones y unos saltos en los niveles de precios que dificultan su desarrollo natural.
No es España el primer país atrapado en esta especie de círculo vicioso de fuerte crecimiento-demanda de inmigración-problemas de vivienda. En países como Canadá el intervencionismo llegó a prohibir la compra de casas por extranjeros temporalmente para aliviar los precios. En España han convivido intervencionismo del malo y del menos malo: unas administraciones tratan de poner metros cuadrados de suelo a disposición del mercado, otras limitan la disponibilidad del mismo con la caprichosa política de calificación del suelo como urbanizable, que depende del humor de los ayuntamientos, y con exigencias burocráticas que retardan por décadas, no por años, la construcción de vivienda nueva.
En España se ha demonizado la construcción residencial desde la gran recesión inducida en parte por la burbuja inmobiliaria, buscando un modelo de crecimiento más sano que solo ha aparecido a cuentagotas, y ahora hay un déficit de oferta de vivienda alarmante que genera un efecto multiplicador del precio cuando entra en contacto con una demanda pujante pero insolvente, y una irrefrenable inclinación por la inversión residencial. Si el modelo de crecimiento sigue dándole carrete al turismo y la oferta laboral sigue atrayendo población inmigrada, la demanda seguirá generando efectos secundarios perversos.

