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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuanto más urgen unos Presupuestos, menos opciones hay de tenerlos

La realidad demanda unas cuentas que extremen el rigor fiscal, pero las exigencias políticas apuntan a una legislatura huera

Ni el Gobierno apuesta un duro a que habrá Presupuestos del Estado en 2026. En la repetición de eslóganes en que han convertido la práctica política en los últimos años unos y otros, el Ejecutivo insiste en que llevará al proyecto en tiempo al Congreso y que entrará en vigor en enero, con la misma poca fe que en los últimos años en los que no logró pasar de la literatura a las matemáticas. Las condiciones objetivas para sacarlo adelante, plagadas de desorbitados intereses subjetivos, son más adversas este año que el pasado, y lo serán más el que viene que el vigente, y condenarán a una legislatura huérfana de cuentas públicas cuando más necesarias son por las dificultades que encara el país: una espiral de gasto desconocida por el envejecimiento, el coste de las transiciones digital y energética y las servidumbres de la defensa en la nueva geopolítica.

Tiene poco sentido reclamar que se disuelvan las Cortes cuando un Gobierno no logra sacar adelante la ley de Presupuestos, porque la heterodoxia que el presidente Sánchez ha inyectado en la política permite convertir este detalle en otra nueva normalidad, como lo es no presentar ni siquiera el Proyecto ante la representación soberana del país pese a ser constitucionalmente preceptivo. El sector público del país, que absorbe el 42% del PIB en Impuestos y cotizaciones y gasta un 45% de la producción nacional, y que condiciona, por tanto, las decisiones de todos los agentes económicos y el comportamiento de la economía, lleva dos años (y consumirá otros dos) rigiéndose por las cuentas de 2023, dos veces prorrogadas ya y con la amenaza de otras dos adicionales.

El Gobierno no parece necesitar la actualización de la que es la norma anual de carácter económico y político más importante para fijar las prioridades de la política económica, amparándose en la buena marcha del crecimiento y del empleo, aunque ambas variables contengan la debilidad propia de un modelo anclado en la inmigración, el reparto de la ocupación, la agitación turística y el pulso del gasto público. Pero un análisis sosegado de la parálisis presupuestaria y su defensa, así como de su sustitución por el abuso del decreto, encubre una pulsión política de desprecio a las normas que erosiona gravemente la calidad de la democracia, y no una capacidad de resistencia de la que presumir.

La Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), encargada de supervisar y fiscalizar la política presupuestaria, alerta ya de las dificultades de su labor supervisora por la ausencia reiterada de Presupuestos, así como por la falta de todos y cada uno de los trámites que la liturgia presupuestaria exige antes de aprobarlos. En su último informe sobre el estado de la cuestión llama la atención sobre el incumplimiento de la regla de gasto en 2024 y el riesgo de incumplirla en 2025 (ceñir el gasto al avance del PIB nominal y cubrir sus desviaciones, si las hubiere, con ingresos extraordinarios de carácter estructural), en contra de la exigencia de la Ley de Estabilidad Presupuestaria.

Y cuando arranca septiembre, la auténtica hora de la verdad para llevar un proyecto de Presupuestos de 2026 a las Cortes, no hay presupuesto de 2025 de referencia, como no lo hubo en 2024; no se ha enviado a Bruselas el Plan Presupuestario; no hay orden de elaboración de las cuentas de 2026; no hay propuesta de objetivos de estabilidad; no hay aprobación del límite de gasto no financiero; no hay informe de situación de la economía y previsiones; y no hay convocatoria del Consejo de Política Fiscal y Financiera, todos ellos trámites preceptivos. Solo hay una declaración política, repetida por el propio Presidente ya esta semana, de que en septiembre habrá en el Parlamento un proyecto de ley de Presupuestos, que parece un atrevido brindis al sol como los de los dos últimos años.

Si existiera buena voluntad y condiciones parlamentarias, qué ocasión para hacer, aunque fuere con retraso, un presupuesto plurianual, para el resto de legislatura, como el que demandan las circunstancias y que tanto gusta a los hacendistas. Pero si ha sido imposible cuadrar las cuentas en los dos primeros años de la legislatura, imposible parece que pueda ocurrir en los dos últimos. La situación política del Ejecutivo es más delicada de lo que ha sido hasta ahora y las exigencias de sus socios suben de precio a medida que se acerca el final del mandato, porque podría terminarse la oportunidad de cobrar presas imposibles en condiciones de normalidad. Solo Sumar parece entregada al empeño de resistencia de Sánchez, pero ni Podemos, ni Junts, ni ERC quieren dejar pasar las facilidades que proporciona el insaciable deseo del presidente de agotar los cuatro años de mandato.

Por tanto, de haber Presupuestos, serán caros en términos políticos porque tendrán que atender los intereses contradictorios y cambiantes de las minorías que accidentalmente construyen mayorías. Será complicado, por tanto, construir un proyecto uniforme que funcione como palanca de política económica y que proporcione una prima de crecimiento, credibilidad y estabilidad para las decisiones de los agentes económicos particulares y corporativos.

Aunque la ultraactividad que proporcionan las prórrogas ha permitido mantener con respiración asistida la marcha de los ingresos y de los gastos públicos, impide activar nuevos programas de inversión ni de ingresos, y pese al impulso de los proyectos de origen comunitario aprobados tras la pandemia, la inversión sigue bajo mínimos, especialmente la privada. Las empresas, tal como recogen reiteradamente las encuestas de actividad del Banco de España, siguen detectando niebla en el horizonte, inestabilidad parlamentaria y poca certidumbre en la política económica.

Si hemos asistido a un miniciclo alcista de actividad, es preceptivo preguntarse también cuál habría sido el comportamiento de la economía en caso de disponer de normalidad presupuestaria. E incluso cuánto más habría crecido el PIB y la inversión si, en vez de una legislatura huera de presupuestos, hubiese habido un plan presupuestario de cuatro años que primase el estímulo a la actividad en vez de una creciente presión fiscal y un desmesurado expansionismo del gasto.

Incluso el rigor fiscal, que aparentemente se ha conseguido aprovechando el fuerte avance de los ingresos fiscales, podría haberse practicado con más celo para llevar al país a un superávit fiscal que proporcione el margen que en los próximos años y décadas necesitará. Pero el Gobierno tiene otras opciones políticas, tan legítimas como aquellas. Cuestión aparte es qué necesita el país y cómo se prepara para afrontar las curvas que vienen: el salto espectacular del gasto en pensiones y dependencia, el carísimo reto de la digitalización y giro medioambiental, y el vasto e impredecible coste del reequipamiento en defensa.

José Antonio Vega es periodista.

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