Los agujeros negros del modelo fiscal singular para Cataluña
Mina la solidaridad e igualdad entre españoles, deja a la AEAT a oscuras, y debería someterse a referéndum

El pacto sobre la relación financiera y fiscal de Cataluña con España, se aplique ahora o quede flotando en el limbo durante lustros, creará más problemas de los que resuelva. Si se ejecuta, porque santificará la desigualdad entre españoles, dinamitará los mínimos de solidaridad fiscal exigibles constitucionalmente e impondrá a martillazos un modelo federal a iniciativa de un partido sin mayoría y sin el consenso necesario para tamaña metamorfosis política. Y si no se pone en marcha, porque funcionará como agravio victimista para cargar las pilas del independentismo, como ya lo hiciera en el pasado la severa corrección del Constitucional al último Estatuto de autonomía, y quién sabe si para repetir los episodios del procès de 2017. Lo único seguro es que, en función de cómo se resuelva, estamos ante el principio de otro conflicto con Cataluña o con el resto de España.
El documento sancionado esta semana, que es trasunto del pacto entre el PSOE y Esquerra Republicana de Catalunya para investir a Salvador Illa como presidente de la Generalitat, está hecho a medida de las aspiraciones nacionalistas, que esta vez se han centrado en el control del dinero, dejando que caigan después por su peso sus ambiciones secesionistas. Un acuerdo entre minorías que supone una enmienda a los pilares básicos sobre los que descansa el modelo fiscal y político del país, que solo puede ser aprobado por el Parlamento y que precisa, para que no arrastre siempre trazas de ilegalidad, de retoques no menores de la Constitución. Es más: se trata de solventar materiales tan delicados como el reparto de los cuartos que no debería llegar al Boletín Oficial sin haberse sometido a referéndum en todo el territorio.
Transformar un estado autonómico en uno federal, por superado que pueda estar éste en materia competencial ya en España, no es una broma. Exige un cambio constitucional y su sometimiento al sufragio, para que una cuestión promovida por minorías (los dos partidos que lo patrocinan, redactan y firman representan sólo a uno de cada tres votantes) no se imponga sin el consenso debido. Puede encontrar la mayoría exigible con escaños minoritarios en el Congreso por el mero hecho accidental de salvar la cara del Gobierno, aunque genere un agravio insalvable para sus representados en Canarias, Comunidad Valenciana o Galicia, pero nadie podrá decir que cuenta con el aval de la mayoría de los españoles.
La simple condición de singularidad endosada a la nueva relación fiscal de Cataluña exige una modificación del texto constitucional, puesto que en él está consagrada como una disposición adicional la singularidad de la que gozan el País Vasco y Navarra. Pero aguas abajo precisaría también cambios en la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), o la que regula la cesión y gestión de tributos a las comunidades. Por tanto, el nuevo modelo tiene necesariamente que ser tramitado como proyecto de ley, y nunca como real-decreto.
El concepto de singularidad es tan elástico que deja abiertas a Cataluña todas las posibilidades fiscales y que el resto de regiones, por muy abierta que quede la posibilidad de acogerse al modelo, no replicarán porque atenta contra su suficiencia financiera. Permitirá, una vez incluido en la legislación, incorporar prerrogativas a demanda de los gobiernos catalanes, desde la recaudación de los impuestos, hasta ulteriores regulaciones sobre las bases imposibles y los tipos, así como el diseño y gestión de los alrededores de los impuestos, como deducciones, recargos, inspección o sanciones.
La singularidad incluye la relación bilateral Gobierno-Generalitat para resolver todos los conflictos, aunque el redactado ambiguo a propósito entra en contradicción consigo mismo, puesto que, tras consagrar la multilateralidad en las cuestiones de financiación autonómica, admite que se haga “sin perjuicio de que la bilateralidad tenga mayor presencia”. Una cosa y su contraria, vaya, para tratar de esquivar el conflicto que genera un privilegio ya ejercitado en la propia negociación de este modelo.
Cataluña dispondrá de la facultad de gestionar, ya desde 2026 si se tramita a toda prisa, todos los impuestos cuyas bases imposibles se generen en su territorio, un anhelo compartido por republicanos, convergentes y socialistas, que así lo expresaron por vez primera en 2005, por boca de su consejero Antoni Castells, cuando presidían un Gobierno tripartito. El anhelo de entonces ya llegaba a reclamar ciertas prerrogativas sobre las bases y los tipos, para ir acercándose al ideal vasco-navarro, en el que tocan todas las teclas de todos los impuestos.
Ahora Cataluña, como el resto de las comunidades, dispone de cierta discrecionalidad en tipos y deducciones de la parte cedida de los impuestos y la ejerce subiéndolos porque lo cree conveniente. Pero quiere la discrecionalidad plena para utilizarla como herramienta de política económica, y, como ya hacen en Navarra y País Vasco, discriminar las opciones productivas del resto de territorios con menos capacidad económica, y abriendo más la brecha de riqueza, segregando territorios y cercenando la igualdad entre españoles. Eso sí: en una interpretación exquisita de la ley del embudo, y que aparece en el acuerdo cerrado, no le parece bien a Cataluña, y por ello lo combate, que otras regiones, Madrid sobre todo, hagan un uso intensivo de tales prerrogativas, para bajar los tributos.
El pacto sí admite que, aunque Cataluña recaude y administre los impuestos que genera tras romper la caja única de Hacienda, habrá un par de instrumentos de solidaridad. Un cupo por los servicios prestados por el Estado, de cuantía desconocida, y un fondo de nivelación que vela porque quien hace transferencia de renta no concluya con un nivel de servicios inferior al prestado por los territorios subvencionados. Dos vínculos que simulen mantener a Cataluña en el régimen común cuando ya no lo esté.
Y, por último, para recaudar todos los impuestos que se generen en el territorio, Cataluña dispondrá de una Agencia Tributaria propia, absolutamente autónoma por exigencia nacionalista, por mucha coordinación con la AEAT que recoja el acuerdo Gobierno-ERC. Así, la agencia estatal perderá el control de lo que fiscalmente ocurre en Cataluña, y surgirán dudas razonables sobre si la información sobre la recaudación (cerca de 35.000 millones de euros) es o no correcta, y por añadidura sobre la determinación del cupo o la inspección.
En definitiva, tras la condonación de una buena parte de la deuda que Cataluña tiene dificultad para refinanciar en los mercados, un peldaño más es la escalada soberanista que el Gobierno permite sin consultar a los españoles, en contra del criterio ideológico de la mayoría del PSOE, y tutelado por su líder en Andalucía, una de las regiones más perjudicadas por el invento. Un escalón que una vez más, si llega al Parlamento, será votado por los nacionalistas vascos y navarros, a los que ni les va ni les viene, salvo que lo hagan en contra para preservar en exclusiva la singularidad. Pero no habrá tal desliz.

