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Para pensar
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Y tú, ¿de qué parte estás?

Vivimos un movimiento sísmico global que está reseteando el mundo y nuestra convivencia, frente al que no podemos ser neutrales

Protesta contra las medidas de Donald Trump, en abril, en Chicago (Illinois, EE UU).

Se estrecha el espacio para los indiferentes y neutrales. Esa es la esencia de una época de confrontación/polarización como la que nos hemos empeñado en vivir, por miedo a no ser capaces de abordar con éxito los dos mayores retos que tenemos hoy los humanos: cambio climático e inteligencia artificial. Hacer frente a estos desafíos nos obliga a diseñar un esquema de cooperación a escala universal, un globalismo nunca probado, y que, en seguida, a algunos, como a Trump, les ha provocado vértigo negacionista en forma de teoría conspiratoria de las elites mundiales contra la soberanía e identidades nacionales. Algunos, incluso, lo acusan de ser un neomarxismo cultural opuesto a los valores cristianos tradicionales. En esas estamos.

No más objetivos globales en los que todos cooperamos porque todos ganamos en juegos de suma positiva. Los humanos, anclados en sus naciones, solo pueden participar en juegos de suma cero donde lo que uno gana es a costa de lo que otro pierde. Eso requiere una concepción permanente de fuerza, confrontación, poder que no necesita reglas, ni organismos internacionales consensuados: solo hay espacio para el más fuerte, y el resto, se pliega. Así es como los USA de Trump, la Rusia de Putin y la China comunista están imponiendo las reglas de las relaciones internacionales: desde la guerra arancelaria, el abandono de la lucha contra el cambio climático, hasta la confrontación bélica como instrumento legítimo de poder.

La actitud de China durante la pandemia, desempeñándose solo con base en sus propios intereses, nos hizo ver el elevado nivel de dependencia que habíamos adquirido de productos chinos esenciales, como los chips, sobre los que no teníamos ni capacidad de control, ni de sustitución fácil. Empezamos a adquirir en el Occidente, formado entonces por USA, Canadá y Europa, la conciencia de que esa dependencia excesiva en asuntos esenciales de un país que no era, en sentido estricto aliado, sino que lo definíamos como “rival estratégico”, nos generaba una debilidad excesiva que debíamos corregir aplicando una política de reducción de riesgos, diversificación de proveedores y autonomía estratégica. La invasión rusa de Ucrania y la crisis energética en que sumió a Europa la excesiva dependencia del gas ruso encarecido reforzó esa estrategia en una reconversión absoluta de las políticas europeas, que, por su parte, los USA de Biden ya habían empezado a dar frente a China (Chips Act e Inflation Reduction Act, sobre todo).

Pero con la presidencia de Trump (y el ascenso de sus acólitos europeos) se ha impuesto un cambio en el paradigma con que los humanos estábamos gestionando las cosas desde la caída del muro de Berlín. A título de ejemplo, sería como poner a un negacionista de los virus y antivacunas a combatir la pandemia de covid, o a un terraplanista al frente de la NASA. Con dos efectos inmediatos: Europa y USA han dejado de estar, por primera vez en muchas décadas, en el mismo lado de la historia (Trump no oculta su desprecio hacia los europeos, entre otros muchos) y, sobre todo, la democracia se ha puesto en cuestión en Occidente, por primera vez desde los años treinta del siglo pasado.

Europa se ha quedado sola, débil y amenazada, sin que veamos, todavía, ninguna reacción a la altura del problema. No es ya que los informes de Letta y Draghi duerman el sueño de los justos o que la autonomía estratégica no haya, apenas, pasado del papel de la realidad. Es que seguimos anclados en viejas ideas como mantener un Presupuesto de la Unión que apenas si llega al 1% del PIB europeo, ya escaso hace 20 años y un verdadero escándalo hoy, sino que retomamos viejos debates sobre el bloque de los austeros y el que no, cuando todavía no hemos dado ningún paso útil en la construcción de una industria de defensa europea. Y la lentitud con se adoptan decisiones se acompaña de un peso político creciente de una extrema derecha alineada con Putin y con Trump, para la que no necesitamos más Europa, sino más nación (cada uno, la suya).

Detrás de Trump y de esta nueva extrema derecha en auge, hay un pensamiento político articulado que se autodefine como “neoreaccionario” o como la “ilustración oscura” porque critica la autonomía que la Ilustración luminosa, de la mano de la razón, concedió al ser humano. Para ellos, la fe religiosa está por encima de la razón humana y la tradición supera a la ciencia. Traslada aquí la idea de suma cero que hemos visto aplicada a lo internacional, al entender la política como marco de permanente confrontación entre ellos y nosotros, sin acuerdos posibles. Estamos hablando de un movimiento que considera la desigualdad humana como algo natural de donde se extrae la jerarquía social y reconoce un cierto darwinismo social como normal, aunque sea incompatible con los derechos humanos y con la idea de democracia liberal. Aceptan los tres poderes tradicionales y las elecciones, pero consideran que el Ejecutivo es un poder por encima del legislativo y del judicial (tal y como está actuando Trump, con órdenes ejecutivas, deteniendo a jueces discrepantes, enviando al ejército a California en contra de la opinión del Gobernador, convirtiéndose en “the King”, como le califican sus opositores) sin hacer ascos a la manipulación que las redes sociales y las verdades alternativas puedan ejercer sobre los ciudadanos.

Nada está resultando como imaginamos al comienzo del siglo, tras la caída del comunismo soviético. Los damnificados se han convertido en víctimas que buscan culpables y venganza. La convivencia democrática se transforma en ruido, furia y autocracias. La guerra vuelve a estar presente en las noticias. Los derechos humanos y la razón como guía se transforman en algo woke a destruir frente a la ira de los fuertes y las tradiciones. Vivimos un movimiento sísmico global que está reseteando el mundo y nuestra convivencia, frente al que no podemos ser neutrales. Porque es un juego basado en obligarte a tomar partido.

Jordi Sevilla es economista

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