BBVA, Sabadell y el riesgo de intervenir sin decir que no
El Gobierno no bloqueará expresamente la opa de BBVA sobre Sabadell, pero podría imponer condiciones que la harían inviable

La oferta de adquisición de Banco Sabadell por parte de BBVA no ha sido formalmente bloqueada por el Gobierno. Tampoco es necesario que lo sea. Bastará, probablemente, con condicionar su autorización a un conjunto de exigencias tan amplias –fundadas en términos tan vagos como la defensa del interés general– que la operación resulte inviable desde el punto de vista económico. Un sí formal que puede acabar funcionando como un no en la práctica. La decisión del Ejecutivo se espera antes de que finalice junio.
No estamos solo ante una operación empresarial. Lo que está en juego es hasta qué punto España, y por extensión la Unión Europea, están comprometidas con una economía de mercado regida por normas claras. Cuando los Gobiernos son capaces de eludir los cauces institucionales para imponer condiciones opacas a operaciones lícitas, el problema no es la negativa: es la incertidumbre. Y, en los mercados, la incertidumbre es veneno.
Desde una perspectiva estratégica, la oferta de BBVA tiene sentido. Su dimensión y proyección internacionales complementan bien la red territorial y el enfoque de pymes de Sabadell. Ni el Banco Central Europeo ni la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) han formulado objeciones. Incluso el Fondo Monetario Internacional ha avalado públicamente la operación, destacando su lógica económica y su potencial para fortalecer el sistema bancario español. Sobre el papel, los mecanismos institucionales han funcionado.
Sin embargo, el Ministerio de Economía –pese a no contar con un poder formal de veto– ha dado señales de que el Gobierno podría autorizar la operación solo si BBVA acepta condiciones exigentes: garantías sobre el empleo, mantenimiento de oficinas, continuidad en la financiación a pymes o incluso conservar la marca Sabadell. Aisladas, esas condiciones pueden parecer razonables. En conjunto, pueden convertir la operación en un sinsentido económico, obligando a BBVA a retirarse.
Este enfoque no es inédito. En Italia, el Gobierno de Giorgia Meloni invocó sus poderes especiales (golden powers) para imponer condiciones muy restrictivas a la opa de Unicredit sobre la Banca Popolare di Milano: desde cortar relaciones con clientes rusos hasta mantener ciertos coeficientes o umbrales financieros. Unicredit ha recurrido a los tribunales. España parece encaminada a seguir la misma senda, aunque sin un marco legal tan claro.
En el caso español, el Gobierno impulsó una consulta pública no vinculante –una medida inédita en operaciones entre entidades privadas–, que estuvo abierta a ciudadanos, asociaciones e instituciones hasta el 16 de mayo. Aunque se presentó como una vía para recoger opiniones, su valor simbólico refuerza el mensaje político. Las operaciones corporativas no deberían resolverse por simpatía popular, y envolver decisiones económicas en términos difusos de sensibilidad ciudadana o identidad territorial difumina la separación entre lo institucional y lo político.
Lo preocupante es que España no actúa en un vacío jurídico. El derecho europeo garantiza la libertad de establecimiento y la libre circulación de capitales. Una vez superados los controles regulatorios, las operaciones de concentración notificadas deberían salir adelante, salvo que concurran razones claras y proporcionadas de interés público. La invocación del interés general como fórmula ambigua no parece encajar en ese marco. La falta de precisión jurídica al respecto genera incertidumbre y erosiona la seguridad jurídica necesaria para fomentar inversiones y operaciones empresariales.
A ello se suma un elemento adicional de inseguridad jurídica: el artículo 60.3 de la Ley de Defensa de la Competencia prevé que el Consejo de Ministros pueda modificar las condiciones impuestas por la CNMC “por razones de interés público distintas de la defensa de la competencia”. Ahora bien, dado que el Gobierno no puede oponerse a una operación que haya sido autorizada por la autoridad de competencia, resulta coherente interpretar que tampoco podría endurecer las condiciones impuestas por esta. Esa interpretación –más restrictiva– es además la que mejor encaja con la exposición de motivos de la ley, que destaca que la intervención del Gobierno en estos procedimientos debe ser excepcional y estar claramente acotada.
España ha trabajado durante años para ganarse una reputación institucional seria. Tras la crisis financiera, adoptó un enfoque riguroso y transparente en la reestructuración de su sistema bancario. Esa credibilidad no es un detalle: en el sector financiero, la confianza y la estabilidad son tan valiosas como el capital. En una Europa pospandémica, donde el acceso a financiación y la escala bancaria son claves para competir, la forma en que se gestione esta operación marcará la percepción internacional de España como plaza financiera.
Si la fusión fracasa porque las cifras no cuadran, será una decisión empresarial. Pero si fracasa porque el entorno político la hace inviable, estaremos ante una forma de intervención sin asumir su coste. Las consecuencias no se limitarán a BBVA y Sabadell: afectarán a la imagen de España como destino inversor, y a la credibilidad de Europa en su objetivo de consolidar un mercado bancario más fuerte e integrado.
BBVA ha reiterado su compromiso con la operación, pero analistas y observadores han advertido de que la incertidumbre prolongada o unas exigencias desproporcionadas pueden desvirtuar su lógica económica. Además, el peso simbólico de Sabadell en Cataluña añade una capa de sensibilidad política que no conviene ignorar.
La paradoja es que la Comisión Europea lleva años animando a los Estados miembros a favorecer las fusiones bancarias –internas y transfronterizas– para reforzar la competitividad y la resiliencia del sector. Si los Gobiernos se reservan herramientas discrecionales para torpedear operaciones que no les gustan, el resultado será más fragmentación, justo lo contrario de lo que se persigue.
Aún hay tiempo para reconducir la situación. Eso pasa por respetar el papel de los reguladores, evitar la teatralización simbólica y garantizar que cualquier condición impuesta sea transparente, proporcionada y jurídicamente sólida. De lo contrario, el mensaje a los inversores será claro: las reglas del mercado rigen… hasta que dejan de hacerlo.
La oferta de BBVA aún podría salir adelante. Pero el precedente que deja esta operación –sobre hasta dónde puede llegar la política para influir en decisiones empresariales sin decirlo abiertamente– permanecerá más allá de cualquier fusión. Y eso debería preocuparnos.
Francisco Marcos es catedrático de Derecho de la Empresa y profesor de IE Law School/IE University