El error de Trump con el déficit comercial: cuando la política económica ignora la realidad
Enfocarse en un indicador descontextualizado desvía la atención de las reformas estructurales que realmente necesita el país

El presidente Trump insiste en que el déficit comercial de EE UU es una muestra de debilidad. Para corregirlo, ha decidido imponer un arancel mínimo del 10% a prácticamente todo el mundo. Pero esta visión parte de un error económico fundamental: creer que un déficit comercial es, por definición, algo negativo. Esta percepción no solo simplifica en exceso un fenómeno complejo, sino que además ignora la naturaleza única del papel que juega la primera potencia del mundo en la economía global. EE UU lleva más de medio siglo acumulando déficits comerciales, mientras su economía ha crecido, no ha parado de innovar y el nivel de vida ha mejorado
¿Cómo encaja eso con la narrativa de que “nos están robando”? Simplemente, no lo hace. El déficit no es una anomalía, es una consecuencia natural de ser el emisor de la moneda refugio del mundo: el dólar. Tener la moneda de reserva global implica que el resto del planeta necesita dólares para operar. ¿Cómo los consigue? Exportando más a EE. UU. de lo que importa. A cambio, los dólares vuelven al país en forma de inversiones en bonos del Tesoro, acciones de empresas estadounidenses, adquisiciones inmobiliarias o incluso inversiones directas en infraestructuras y empresas. El sistema se equilibra por definición: el déficit comercial genera un superávit en la cuenta financiera. Es una simbiosis que ha sostenido la estabilidad del sistema financiero global desde Bretton Woods.
En abril de 2025, Trump ha anunciado una nueva oleada de aranceles sin precedentes: las importaciones chinas estarán sujetas a un gravamen total del 145%, tras haber subido el arancel base al 125% y aplicarle luego un 20% adicional vinculado al tráfico de fentanilo. Según la Casa Blanca, esta medida busca presionar a China tanto en el ámbito comercial como geopolítico. Como respuesta, el Gobierno chino ha impuesto aranceles del 125% a productos estadounidenses, lo que marca un recrudecimiento evidente de la guerra comercial.
Trump espera recaudar 600.000 millones de dólares al año con aranceles. Pero ese dinero no lo pagarán los países extranjeros. Lo pagarán los consumidores y las empresas estadounidenses, a través de precios más altos y márgenes más estrechos. Es, en la práctica, el mayor aumento fiscal en la historia moderna de EE. UU., disfrazado de patriotismo económico. Y más allá del efecto inmediato sobre los precios, estos aranceles generan incertidumbre, frenan la inversión y deterioran las relaciones comerciales con socios clave.
Varios sectores económicos ya han comenzado a reportar un impacto negativo. Grandes minoristas estadounidenses han advertido que los precios de productos básicos como ropa, electrodomésticos y componentes electrónicos podrían subir entre un 15% y un 30%. Las Bolsas han reaccionado con volatilidad, y algunos analistas ya descuentan un crecimiento más débil para la segunda mitad de 2025.
Y lo que es peor, el impacto económico será devastador: más inflación, menor crecimiento y una posible recesión. Subir los precios de bienes importados como textiles, electrodomésticos o componentes industriales solo resta competitividad a las empresas locales que dependen de esos insumos. Las exportaciones caerán. El empleo no aumentará. Y el déficit comercial, probablemente, tampoco mejorará. Incluso si se lograra reducir el déficit, el coste económico y social sería excesivo. La historia demuestra que las guerras comerciales no se ganan; solo dejan heridos en todos los frentes.
Se nos dice que estos aranceles incentivarán el retorno de la producción a EE. UU. Pero traer de vuelta una planta industrial no es cuestión de meses. Requiere años, inversión, personal cualificado y una demanda estable. Además, muchas de las cadenas de suministro están internacionalizadas: los productos se ensamblan en múltiples países antes de llegar al consumidor final. Romper esa red no solo es costoso, sino también ineficiente. Mientras tanto, el ciudadano pagará más por lo mismo. Y si los aranceles llegan a generar ingresos relevantes, será señal de que las importaciones siguen siendo altas... es decir, que el plan para reducir drásticamente el déficit comercial no habrá funcionado.
Trump parte de la idea de que el comercio es un juego de suma cero. Si alguien gana, otro pierde. Pero el comercio moderno se basa en la ventaja comparativa: cada país produce lo que mejor sabe hacer y lo intercambia por lo que le resulta más costoso producir. EE. UU. importa productos baratos y de baja tecnología y exporta productos complejos, servicios e innovación. Eso no es debilidad. Es eficiencia. De hecho, gran parte de las importaciones son insumos que se transforman en exportaciones de mayor valor añadido. Penalizar esas importaciones es, en la práctica, pegarse un tiro en el pie.
Convertir un desequilibrio contable en una crisis económica es un error de manual. Basta con mirar lo que ocurre en Alemania para desmontar la idea de que un superávit comercial garantiza prosperidad. A pesar de registrar uno de los mayores superávits del mundo durante las últimas décadas, su crecimiento económico ha sido débil, y su industria pierde peso en el empleo total. Entre 2000 y 2024, su balanza comercial pasó de un déficit del 1,5% del PIB a un superávit del 5,8%, pero el porcentaje de empleos industriales cayó del 20% al 16%. El comercio exterior positivo no ha impedido que la economía alemana luche continuamente contra el estancamiento, lo que demuestra que el saldo comercial no es un buen termómetro del bienestar ni del dinamismo productivo. La misma Alemania se enfrenta hoy a un envejecimiento poblacional, rigideces estructurales y desafíos tecnológicos que ni su potente sector exportador puede compensar. La lección es clara: el superávit por sí solo no basta.
Lo que Trump parece ignorar es que Estados Unidos goza de un privilegio que pocos países en la historia han tenido: el de emitir la moneda de reserva del mundo, lo que otorga a EE UU una ventaja estructural que le permite financiar su gasto con mayor facilidad, atraer capital extranjero y mantener una posición central en los mercados internacionales. Pero ese estatus no es inamovible. Depende, sobre todo, de la confianza global en la solidez y estabilidad de su economía. Si se continúa debilitando esa confianza con políticas erráticas, como la imposición masiva de aranceles, el mundo podría empezar a buscar alternativas. Perder el rol de emisor de la moneda de reserva tendría consecuencias profundas: encarecería la financiación del déficit, reduciría el apetito por activos estadounidenses y erosionaría el peso geopolítico de EE UU. No se trata solo de economía, sino de poder e influencia global. Jugar con ese equilibrio por razones ideológicas o electoralistas es, sencillamente, una temeridad.
El verdadero reto no debería ser el déficit, sino la productividad, la innovación, la educación y la cohesión social. Enfocarse en un indicador descontextualizado como el déficit comercial desvía la atención de las reformas estructurales que realmente necesita el país. La economía global no necesita muros arancelarios, sino puentes de cooperación que permitan a las naciones avanzar juntas hacia un futuro más próspero.
En definitiva, no se trata de ignorar los abusos o desequilibrios comerciales puntuales. Se trata de abordarlos con inteligencia estratégica y no con impulsos populistas que terminan dañando al mismo país que se pretende proteger. El proteccionismo agresivo no es una solución; es una trampa disfrazada de solución.
Pablo Gil es economista y analista de mercados.