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Análisis
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Entre el leviatán y el patrimonialismo: el orden antisocial del capital

El deseo mimético que atraviesa a EE UU en su duelo con Europa parece focalizarse en la parte más virtuosa de esta

Donald Trump muestra la visa oro de cinco millones de dólares.

Estamos viviendo una época de violencia. Los acontecimientos internacionales compuestos por las guerras en Ucrania y Gaza, la iniciativa del rearme acelerado en Europa y la “otra guerra” mundial de los aranceles confluyen en la articulación de lo que René Girard bautizó como la estructura mimética del sujeto, la cual finaliza con el sacrificio de un chivo expiatorio. Cuando una colectividad desea lavar sus pecados, errores, agresividad y desobediencia hacia los mismos valores y la ley sacralizada que se han dado para autorregularse, demanda un culpable.

Esta figura, la víctima propiciatoria, tiene que heredar toda la violencia latente y acumulada de la que esa comunidad se quiere exonerar para que el sacrificio cumpla con su función simbólica: aliviar la culpa y mantener el ciclo de repetición. Así, el chivo, una vez queda seleccionado, debe aparecer como el auténtico culpable de todos los males. No puede haber dudas sobre sus delitos ni grietas por las que la pena sea percibida como arbitraria o injusta. Gracias a lo cual, la transferencia (lo que se quiere expiar), operada desde el deseo grupal, permanecerá oculta, prevaleciendo el carácter indiscutible de la decisión a pesar de su posible brutalidad. ¿Podríamos extrapolar este modelo al escenario que tanto nos preocupa?

Lo que anda en juego no se limita a una cuestión de pérdida de estabilidad económica, sino que afecta a la construcción de la mentalidad colectiva con la que es gobernado el espíritu democrático de las sociedades. La UE de los 27 funciona con asimetrías y disensos en casi todo. Es un hecho que, en el plano de las acciones y no el de las palabras, la Unión nunca reacciona con la agilidad necesaria, y cuando esporádicamente todos los miembros se unen, lo que en realidad emerge es la yuxtaposición de las preferencias egoístas de cada país bajo el envoltorio de una respuesta común. Dentro de esta lógica, aunque resulte polémico y contradictorio, el chivo expiatorio que está siendo tallado por la historia y el orden del mercado (para disimular las inequidades de la globalización y el credo del neoliberalismo clásico) no es otro que el molesto presidente Donald Trump. Una posición que no le librará de su responsabilidad individual porque el deseo mimético funciona de manera bidireccional o con interdividualidad (el deseo de uno siempre surge de la imitación del deseo del otro) como demuestra que la administración Trump haya designado a Europa y China como los obstáculos existenciales para el deseo de superioridad de EE. UU., aplicando el razonamiento de pagar con la misma moneda (una forma de autoengaño). Esta sería la conducta que determina el destino de las relaciones sociales.

En tal sentido, Girard concluyó que la única manera de salir de la compulsión de repetición (pagar la violencia con violencia) pasaría por desistir de la práctica de la retribución o reciprocidad. Lo que, dicho con otras palabras, implicaría el cortocircuito de la causalidad por la que los actos de bondad han de premiarse con bondad y los actos malvados han de responderse con la correspondiente equivalencia. Por consiguiente, la iniciativa violenta en el contexto actual siempre queda comprendida por cada parte involucrada como una legítima defensa o el consagrado derecho a tomar represalias. El antídoto ético a esta voluntad se expresa en el célebre alegato de “amad a vuestros enemigos y prestad sin esperar nada a cambio” (Lc 6, 33-35); un imposible de otro mundo o de otro reino no terrenal. Ante esta improbabilidad, el esquema violento se reproduce en un bucle interminable.

El deseo mimético que atraviesa a Estados Unidos en su duelo con Europa parece focalizarse en la parte más virtuosa de esta última. Envidiando, por ejemplo, los servicios públicos de sanidad y educación, una dieta alimentaria rica y diversa, pensiones dignas y contar con el patrimonio de un nivel elevado de conciencia en lo que respecta al pago de impuestos. Todo ello representa lo que aquel desea destruir por su incompatibilidad con la realidad en la que su sociedad habita. En el otro extremo, el deseo mimético de Europa hunde sus raíces en el lado menos luminoso de la potencia estadounidense: el adelgazamiento de los controles regulatorios que iría atado, y no es paradójico, a su estructura de Leviatán. El anhelo de lo segundo no es más que el retorno de un fantasma dormido en el inconsciente de las potencias europeas, es decir, recobrar el dominio basado en la fuerza por delante de la razón.

Thomas Hobbes proyectó su influyente contrato social y utópico en el siglo XVII, basándolo en la idea de un Estado total que absorbiera todas las singularidades individuales y fuera eficaz en la guerra. Su pesimismo sobre la condición humana fue tan evidente como moderna: el hombre tiende a un irracional afán de dominio, vanidad y superación del prójimo. El único corrector sería un gigantesco “Leviatán” (el Estado o civitas) que ordena cuáles deben ser las recompensas y los castigos que sus ciudadanos pueden esperar, administrando los deseos, temores y esperanzas con mano de hierro a cambio de garantizar la soberanía y la salus populi (la salvación del pueblo), que son los negocios, frente a los enemigos. Una concepción como esta supone un riesgo mortal para la pluralidad democrática y las subjetividades, incluidas las irracionales. Su resolución plena desemboca en el territorio del totalitarismo (como renuncia a la idea de responsabilidad) sea bajo la ideología que sea. Por ello, el duelo a muerte entre EE. UU. versus resto del mundo está erigiendo el pórtico de un orden antisocial cuyos estragos quedaron escritos en el siglo pasado: el cierre afectivo, la fragmentación de valores y la preminencia del instinto de supervivencia.

Por último, esta arquitectura, el leviatán cosido al deseo mimético, queda completada con otra forma de legitimación del poder que tampoco es nueva, siendo categorizada por el oráculo de Max Weber (“Economía y sociedad”, 1922) con la etiqueta de autoridad patrimonialista (el dictador de la modernidad). En efecto, el patrimonialismo es una forma de gobernabilidad en la que todo el poder fluye directamente del líder, que mezcla en su gestión los intereses de los sectores público y privado, dado que no distingue entre patrimonio personal y público, y trata los asuntos y recursos del Estado como si fueran de su propiedad, privilegiando a los amigos, castigando a los enemigos y, como en un negocio familiar extemporáneo, exigiendo una lealtad extrema en la misma proporción con la que se rodea de perfiles incompetentes que ni le traicionen ni puedan transformarse en competidores.

El orden antisocial del capital no es otra cosa que un doble de la estructura de la psicosis. Tal y como diagnosticó el influyente psiquiatra Jean-Michel Oughourlian (L’Altérité, 2020), la psicosis es un relato mítico, delirante y falso que permite que haya continuidad entre razón y locura al igual que entre paz y violencia. Así, en esta lógica de naturaleza patológica resulta posible pasar de un extremo al otro de un modo cada vez más indiferenciado; tan solo se reconocerían matices de grado o intensidad. Una perfecta descripción de la situación geopolítica, económica y social por la que el mundo está atravesando.

Alberto González Pascual es profesor asociado de la URJC, Esade y de la EOI, y director de cultura, desarrollo y gestión del talento de Prisa Media

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