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Escrito en el agua
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Si la empresa pública de alquiler fracasó, ¿por qué va a triunfar la de vivienda?

Tratar de resolver con nuevos experimentos societarios un problema tan vasto tiene riesgos financieros incalculables

Una promoción de viviendas en Bilbao.
Una promoción de viviendas en Bilbao.LUIS TEJIDO (EFE)

El campanudo anuncio que el presidente del Gobierno hizo hace unos días con la gorra de secretario general del Partido Socialista bien calada de poner en marcha una gran empresa pública de vivienda, además de ser una pompa de jabón electoral que chocará con la falta de competencias explícitas para hacerlo, puede replicar el modelo ya fracasado de la Sociedad Pública de Alquiler. Si la SPA de principios de siglo fue un fiasco y sucumbió con un elevado coste para las arcas públicas, quién garantiza que este nuevo experimento no se llevará por delante unas cuantas decenas de millones de euros.

Sabemos poco de las características del instrumento anunciado, más allá de la finalidad genérica expresada por el presidente en un alarde electoral propio de un congreso partidista, jugando con una materia inflamable que se le ha ido de las manos en los últimos años hasta convertirse en inasequible para quien quiere comprar y quien se resigna a alquilar, impulsada por la falta de oferta y por el activismo intervencionista del propio Consejo de Ministros, que choca con la gestión de regiones y municipios.

Únicamente disponemos de algunas pistas de lápiz grueso expresadas por la ministra de Vivienda en los medios, que hablan de un mestizaje societario de Sepes (Empresa Pública Empresarial de Suelo) y Sareb (Sociedad de Gestión de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria), de mucho más presupuesto y con el objetivo de alcanzar un parque público de 1,5 millones de viviendas. Pero poco más sabemos.

Sabemos que el Gobierno tiene limitada capacidad de maniobra por la disposición competencial de la política de vivienda y por la activa oposición que en estos asuntos practican la mayoría de los gobiernos autonómicos, gestionados por los conservadores; sabemos que ya dispone de algunos instrumentos corporativos para desarrollar al menos una parte importante de lo que se supone que se pretende; y sabemos del bochorno que generó la Sociedad Pública de Alquiler (SPA) en los siete años que estuvo abierta al mercado del arrendamiento, con una gestión negligente difícilmente superable.

La competencia de las comunidades autónomas está santificada por la Constitución (artículo 148), por todos los Estatutos de Autonomía, y por sucesivas sentencias de los altos tribunales, incluido el Constitucional, que llegó a finales del siglo pasado a limitar la capacidad normativa de las Cortes. Las regiones pueden elaborar leyes propias de vivienda, hacer y regular la promoción pública y privada de casas, incluida la de protección oficial. Pueden ceder a los ayuntamientos parte de sus atribuciones, como la rehabilitación, promoción de suelo para vivienda pública protegida, y siempre preservando la sostenibilidad financiera.

Al Estado le queda sólo la regulación de los alquileres y el diseño del paisaje en el que se desenvuelve el mercado de la vivienda con la planificación general de la actividad económica (artículo 149 de la Constitución), puede regular la ordenación del crédito y la concesión de beneficios fiscales, y puede diseñar planes nacionales de vivienda dentro de estas limitaciones, pero para que se ejecuten en las regiones con transferencias presupuestarias del Estado.

En cuestión societaria la administración del Estado dispone ya de Sepes, que gestiona la mayoría de suelo público, que habitualmente acaba en la órbita de los ayuntamientos, y puede jurídicamente construir vivienda según sus estatutos, aunque se ha concentrado en la promoción de suelo y parques industriales. El Gobierno tiene intención de ampliar la actividad de esta sociedad, cruzando recursos y competencias con Sareb, a juzgar por las pocas pistas alumbradas por la ministra Isabel Rodríguez.

La sociedad gestora de suelo ha tenido un protagonismo activo ya en el pasado en la política de vivienda, aunque fuere de una forma pasiva, capitalizando la SPA en su creación en 2005, y costeando su liquidación ulterior en 2019, tras el fracaso estrepitoso del invento. El Gobierno debería medir muy bien sus pasos y las consecuencias de los mismos antes de crear una sociedad pública de vivienda con un recorrido tan ambicioso como el que anuncia, porque el riesgo de repetir la desagradable experiencia de la SPA existe, y en este caso estaríamos hablando de palabras mayores por los recursos públicos comprometidos.

La Constitución dice muchas cosas sobre la vivienda, pero recuerda también cuando habla de las aventuras municipales en tal materia que debe hacerse con estricto criterio de sostenibilidad financiera; y lo que vale para los consistorios, debe valer para el Estado. Cuando se creó la Sociedad Pública de Alquiler se reflexionó poco o nada sobre este requisito, y salió caro, además de no resolver nada. La SPA nació en abril de 2005 con 20 millones de capital y la intención de intermediar 25.000 contratos, poniendo en contacto a propietarios e inquilinos con el ampuloso concepto del “precio razonable”. La sociedad daba seguridad jurídica al casero y cobraba una parte del alquiler como comisión de gestión, con el objetivo comercial de lograr números negros en cuatro años.

Pero nunca vieron sus cuentas tal color. En 2008 ya estaban en rojo y SEPES tuvo que reponer capital para restablecer el equilibrio y levantar la quiebra técnica. Aportó 43,17 millones a los que tuvo que añadir otros 11,01 millones de euros para cubrir la liquidación definitiva de la sociedad, que concluyó en 2019, según relata el informe del Tribunal de Cuentas. El cierre se adoptó en 2012 (junto con otro buen número de empresas públicas ruinosas), cuando ya arrastraba pérdidas de 37 millones de euros.

Contaba entonces con 4.500 contratos y perdía dinero en cada uno de ellos, con tasas de morosidad superiores al 15%, similares a las que ahora arrastra, por ejemplo, la Agencia de Vivienda Social de Madrid. Arrastraba también más de 170 pleitos civiles, además de los de carácter laboral que mantenía con su plantilla y su gerencia. Un fracaso instrumental en toda regla en el que se refugiaron propietarios desesperados para acogerse a la seguridad jurídica que la ley no le dispensaba, y los inquilinos con muy limitada capacidad económica a quienes el impago no les generaba presión alguna, pues corría de cargo del presupuesto.

En definitiva, mala experiencia de la incursión pública en el mercado del alquiler, que nadie debe olvidar, y el Gobierno menos que nadie, antes de lanzar una sociedad pública que pretenda resolver un problema social que han creado el mercado y las normas intervencionistas que lo regulan a partes iguales. ¿La Sareb, a la que el Gobierno tiene tanta fe?: resolverá poco porque pocos recursos tiene donde la gente los necesita; las casas no se pueden deslocalizar y el suelo, tampoco. No debe olvidarse que ha sido otra aventura pública cara y denostada para limpiar la basura inmobiliaria más tóxica de la banca, y que no debe convertirse en el germen de otro experimento de incalculable riesgo.

José Antonio Vega es periodista.

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