La influencia financiera de China será difícil de revertir
Como ocurrió con la guerra comercial, los enfoques unilaterales no funcionan: los países deben coordinarse
La actual crisis de la deuda en los países en desarrollo ha puesto de manifiesto un hecho importante, pero poco apreciado, sobre la economía mundial: el surgimiento de varios decenios de China como primer exportador mundial también la ha convertido en una superpotencia de las finanzas internacionales. La crisis también ha revelado cuán poco preparada está la República Popular para ese papel. Pero la lógica inevitable de la economía internacional significa que no la abandonará pronto.
La conmoción china que siguió a la adhesión de la República Popular a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 2001 es tan famosa que tiene su propia página de Wikipedia. Es bien merecido. El surgimiento de China como el taller del mundo reformó completamente la economía global, elevó el nivel de vida de sus 1.200 millones de ciudadanos más rápido que cualquier otro país en la historia, y proporcionó bienes manufacturados al resto del mundo a precios inmejorables.
Pero también tuvo algunos efectos negativos que han marcado época. Desempeñó un papel destacado en la aceleración de la desindustrialización de grandes partes de los EE UU, estimulando un vuelco hacia el proteccionismo, y puede haber acelerado el colapso político general en varias democracias occidentales.
Ahora, una segunda conmoción china está detonando silenciosamente en las finanzas internacionales. Dos décadas de superávit por cuenta corriente permitieron al país acumular el mayor tesoro de ahorro extranjero que el mundo haya visto jamás. Desde el cambio de milenio, ha atesorado activos extranjeros netos por valor de 4,3 billones de dólares, lo que lo convierte a cierta distancia en la mayor nación acreedora. Tener este gigantesco stock de dólares a su disposición ha transformado China en un titán de las finanzas globales, así como de la fabricación.
Al igual que el shock comercial, este vuelco del orden financiero mundial ha tenido efectos tanto buenos como malos. En su primera fase, entre 2001 y 2008, el ahorro exterior neto de China tomó la forma de activos de reserva oficiales que invirtió principalmente en bonos del Tesoro de EE UU. El país estaba detrás de lo que el entonces presidente de la Fed, Ben Bernanke, llamó el “exceso de ahorro global” que impulsó el enorme déficit por cuenta corriente de EE UU, el hundimiento de los tipos de interés reales, y –instigada por una laxa regulación y unos especuladores imprudentes– finalmente provocó la crisis crediticia de 2008.
La siguiente fase del shock financiero de China ha sido hasta hace poco menos visible. Después de la crisis financiera, los países en desarrollo fueron inicialmente el destino favorito de los fondos privados que buscaban retorno. Pero esto terminó después de la taper tantrum de 2013, cuando la Fed jugó con reducir su balance. Una retracción de varios años por parte de los inversores privados amenazó con una sequía de financiación en dólares en el mundo en desarrollo.
La Nueva Ruta de la Seda, lanzada ese año, llenó el vacío. China recicló la mayor parte de sus 1,6 billones de dólares de ingresos en moneda extranjera durante la siguiente década en infraestructura en los países en desarrollo. Eso anuló patrones de financiación internacional de décadas. Para 2017, China se había convertido en el mayor acreedor oficial de los Gobiernos de los países en desarrollo: su exposición era mayor que la del Banco Mundial, el FMI y el Club de París –22 prestamistas de economía avanzadas–, combinados. Un estudio reciente del laboratorio de AidData, del Instituto de Investigación Global de William & Mary pone la cartera actual de préstamos de China a los soberanos de los emergentes en 1,1-1,5 billones de dólares.
Pero, como en el caso de la crisis comercial original, esta crisis financiera corre el riesgo de verse inundada por sus consecuencias no deseadas. El fuerte aumento de los tipos en EE UU y la zona euro desde 2022 ha ahogado los flujos de capital privado a los países en desarrollo, dejando a muchos prestatarios en la estacada. Actualmente, el FMI clasifica casi la mitad de todos los países de bajos ingresos como países con problemas de endeudamiento o con alto riesgo de tenerlos. China, como el mayor acreedor oficial en la mayoría de estos casos, se ha convertido en el principal reclamante en una incipiente crisis de la deuda de los países en desarrollo.
Aún no se ha demostrado que el país asiático esté listo para ser tan protagonista. Los esfuerzos por reestructurar la deuda de los países en desarrollo se han visto obstaculizados por múltiples factores. Entre ellos, desacuerdos sobre si los préstamos de las instituciones chinas deben tratarse como oficiales o privados; complicaciones debido al hábito de China de prestar con garantías colaterales; confusión derivada de la falta de intercambio de datos; y controversias sobre lo que constituye un trato comparable entre diferentes clases de acreedores.
El estudio de AidData señala que China está aprendiendo rápidamente, y aún bombea unos 80.000 millones de dólares al año a los países en desarrollo. No obstante, el Marco Común 2020 para la reestructuración de la deuda soberana, tan anunciado por el G20, ha resultado hasta ahora letra muerta. Basta con preguntar a Zambia, que todavía está en animación suspendida tres años después de su impago de 2020.
En el tenso entorno geopolítico de hoy, es tentador concluir que sería mejor retroceder el reloj a los días en que Occidente dominaba los préstamos para el desarrollo. Así, en 2019, EE UU estableció una nueva Corporación Financiera de Desarrollo Internacional, que se considera como el restablecimiento del país norteamericano como “un líder más fuerte y competitivo en el escenario del desarrollo global”. Dos años después, prometió 200.000 millones para lanzar la Alianza para la Infraestructura y la Inversión Global, una alternativa a la Nueva Ruta de la Seda china. Pero la historia de los intentos de luchar contra el shock comercial original de China muestra por qué es poco probable que funcionen estos esfuerzos para revertir el surgimiento chino como potencia preeminente en las finanzas soberanas.
La fungibilidad del dinero y el comercio mundiales implica que el comercio y las finanzas internacionales resistan los intentos de cualquier país por controlarlos. A menos que se coordinen los aranceles entre todos los principales socios comerciales, por ejemplo, la protección del comercio tiende simplemente a reorganizar los déficits y superávits bilaterales, dejando intactos los desequilibrios generales. Esa es la lógica detrás del multilateralismo encarnado en la OMC. La última prueba de su coherencia fue el fracaso en lograr el efecto deseado de los aranceles anti-China de 2018 de la administración Trump. En los siguientes cuatro años, el déficit comercial de EE UU se disparó en dos tercios. Las exportaciones chinas de bienes se elevaron a un nuevo máximo histórico.
La potencia de fuego financiero global de China refleja estos mismos desequilibrios –por lo que se aplican las mismas restricciones. Cualquier intento de simplemente desplazar los préstamos internacionales de China ignora el hecho de que sus gigantescas ganancias extranjeras deben encontrar un hogar en algún lugar. Al igual que con el comercio internacional, no hay otra alternativa que un enfoque multilateral. El compromiso, en lugar de la competencia, es la mejor opción para que el mundo se asegure de que el segundo shock de China se absorba mejor que el primero.
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