Las normas en privacidad o la gramática de la libertad
Se comercializa con nuestros datos, pero hay que marcar límites para no dejar al albur de la capacidad económica la invasión en la privacidad
Nos asaltan con indeterminada frecuencia noticias sobre sociedades tecnológicas que abandonarían Europa de mantenerse nuestra beligerancia normativa en materia de privacidad. No es de extrañar que hayan iniciado una batalla dialéctica, en pos de conservar sus propios intereses y se centren en un discurso en que en la vieja Europa, arrastrada por una nostálgica animadversión tecnológica, le tenga odio a la tecnología de vanguardia, a los logros del futuro, por una añoranza del pasado que se materialice en una legislación vetusta e incómoda que dificulte la modernización. Pues bien, este discurso pretende empañar lo que Europa quiere proteger.
Las relaciones humanas se han caracterizado durante milenios por estar definidas en inmediaciones corpóreas y la distancia, la soledad, siempre han transido de desconsuelo al ser humano. Pero esto ha cambiado con una rapidez sobrecogedora en las últimas décadas. Podemos decir que en cincuenta años hemos cambiado más que en los últimos dos mil años y la soledad o la distancia son conceptos que, a su vez, están cambiando. Pero este cambio no es inofensivo y fruto de él, surgen riesgos desconocidos.
El filósofo francés Alain escribió: “la Justicia no existe; la Justicia pertenece al orden de cosas que, precisamente, hay que tener porque no existen (…), la Justicia existirá si se la realiza”. Y este es, precisamente, uno de los mayores problemas humanos. Así, hemos intentado anteponernos a estos cambios que nos propone la tecnología, con legislación -no tan moderna- y una acertada doctrina científica que ha acompañado durante un par de décadas lo que hace ya unos años ha tomado cuerpo, denominándose “reglamento europeo de protección de datos”, para tratar de hacer Justicia donde, hasta hace tiempo, no se la ha realizado.
No se la ha realizado porque la privacidad, entendida de forma extensiva y global, es una forma elemental de preservar nuestras vidas, nuestro hogar y de que mantengan su esencial forma independiente y que se conforme nuestro carácter con arreglo a las vicisitudes de la experiencia, del azar o del destino, que tanta literatura han promocionado. El mito de Edipo, la encrucijada en el camino donde el hombre encuentra su destino, raramente hubiera podido producirse de encontrarse en el actual determinismo tecnológico. Eso es, precisamente, lo que trata de proteger una norma que no es más que la gramática de una libertad necesaria e indispensable.
Determinar el alcance del derecho a la autodeterminación informativa, esto es, que el legislador delimite cuál es el nivel de injerencia que se puede perpetrar en los datos personales del individuo es en lo que viene legislando Europa y ya ha dicho “no” a las prácticas de empresas que han pretendido que seamos personas de cristal.
Debemos ser conscientes, como sociedad civil, de que nuestros datos son ya objeto de comercio, pero hay que marcar límites claros para no dejar al albur de la capacidad económica el hecho de obtener o no privacidad en nuestras vidas.
En nuestro hogar no existen estatutos o limitaciones, no hay Ley que se adentre en ellas y, en democracia, son prácticamente inexpugnables. La cotidianeidad dentro de sus muros nos respeta, alienta nuestras vocaciones, nos fomenta, pero el marketing que habla de espíritu transgresor cuando, poco a poco, se nos arrebata con publicidad dirigida aprovechando nuestros gustos, impide que nos aburramos, alienta el odio sabiendo que, en el fondo, ya no existe margen para el debate sosegado que requiere la política y cambia lo sesudo por las frases de 140 caracteres, es cuando debemos ya defender un modo de vida que no encoja nuestro cerebro.
No se puede debatir sobre la eutanasia, el aborto o la religión en 140 caracteres, tampoco se puede debatir sobre el mínimo exento en el IRPF o sobre el chocolate del loro y si nos acostumbramos a tener un estilo explicativo simplista, acabaremos siendo simples y diremos simplezas.
Pensemos, por ejemplo, que de la observación de una manzana que cayó de la rama salieron tremendas conclusiones. El aburrimiento que mencionábamos es lo que ha procurado que, durante decenios, agudicemos el ingenio.
La libertad que nos brinda estar exentos de un bombardeo constante de publicidad que ha perfilado previamente nuestros gustos mediante técnicas inimaginables, que no sintamos angustia si no estamos a la última o que no se examine con precisión cuáles son los contornos precisos en los que el ser humano puede decantarse más por un producto de un color u otro, rompe los ligamentos de las ataduras a la parte más oscura de nuestra mente, que puede ser explotada para sacar lo mejor o lo peor de nosotros mismos y eso es lo más parecido a la libertad -en occidente- en este siglo de advenimiento tecnológico.
Jorge González Fernández, abogado en Rödl & Partner