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El diseño de interfaces y la protección de datos

Todos los actores que recogen datos deben entender que la privacidad puede ser productiva

El diseño está íntimamente vinculado a nuestras vidas. Desde los muebles de la cocina hasta los tornos del metro o la forma en la que nos obligan a presentar la declaración de la renta. Nos relacionamos a través de artefactos que nos facilitan o complican la existencia, en un juego de malabares que hacen los diseñadores entre aquello que los materiales permiten construir y lo que es deseable percibir.

La relación entre personas y máquinas siempre ha sido complicada: desde programar los canales de la tele hasta acceder a programas en aquel vetusto sistema MS-DOS en el que debíamos memorizar frases llenas de grupos consonánticos y caracteres ajenos para poder escribir un documento. Sin embargo, esto está cambiando. Cada vez es más sencillo operar con las máquinas y, en lugar de adaptarnos nosotros a su diseño, estas comienzan a adaptarse a nosotros. Se adaptan tanto que comienzan a manipularnos.

Existen tretas comerciales muy manidas y que admitimos con cierta apatía, como la tendencia de los carritos de la compra a ir hacia la izquierda para dejar libre la mano derecha o dejar las pilas y los chicles en la zona de cajas (y qué decir de los precios psicológicos como las ofertas a 9, 95 euros). En materia de protección de datos también hay argucias para que no nos interese nada cómo se tratan nuestros datos e, incluso, que nos genere aversión, como lo es introducir un muro exclamando “Nos importa tu privacidad” en medio de la afanosa lectura de un artículo que nos intrigue. No obstante, la tecnología permite mucho más. Desde hace mucho tiempo.

El diseño de los interfaces ocupa gran parte del proceso de producción. Todo ello para que, mientras conducimos, podamos encender la calefacción de casa consultando la información proyectada en el parabrisas o a viva voz a un, aparentemente inocente, altavoz de casa que nos diga de cuánto dinero disponemos en la cuenta corriente. Detrás de estas posibilidades, hay un enorme esfuerzo investigador e inversión. Desde lingüistas computacionales a neurólogos aúnan esfuerzos para que la distancia entre lo que queremos y lo que obtenemos sea cada vez más corta.

Todos estos ejemplos no están sacados de tecnología del futuro, sino de la que usamos en el día a día. Ellos contrastan con cómo todavía hay diseños que intencionada o no intencionadamente intentan establecer una lengua franca de entorpecimiento o de manipular nuestros sentidos para que nos resulte desagradable aquello que trata de poner coto y aportar transparencia a cómo se tratan nuestros datos personales.

La nueva “economía de la atención” no solo busca la adicción para poder emplazar los productos o servicios, sino también los momentos de mayor necesidad para recolectar datos. Podemos estar finalizando la compra de un bien y, al llegar al final, nos solicitan un teléfono cuando en realidad se entregará por correo postal en el buzón, una autenticación de doble factor cuando no es necesaria o colorear en gris un botón de “más información” que seguramente no veamos cuando queremos ya ese producto y seguir con lo que estábamos haciendo. Creer que es necesario rellenar nuestros estudios de educación secundaria para acceder a una red social, o configurar unas cookies de forma farragosa cuando lo más fácil es “aceptar todo” son formas de conseguir datos de una manera que ya está encontrando un marco regulatorio estricto que puede llegar a consagrar hasta su prohibición.

Debemos ser conscientes de que la privacidad es un conjunto de datos que, considerados de forma aislada pueden no revelar información relevante sobre nosotros -como lo puede ser que puntualmente aceptemos recibir una determinada publicidad, nuestras huellas digitales, o qué música escuchamos más- pero que, recogidos y adecuadamente cohonestados, pueden ofrecer una imagen de nosotros tan detallada que ni siquiera nosotros mismos conozcamos, pudiendo revelar sesgos de nuestro carácter y personalidad que no solo manifiesten nuestra intimidad sino que puedan usarse en detrimento de nuestros propios intereses.

Es por ello por lo que la regulación en la materia no solo invita a tener en cuenta el diseño a la hora de ofrecer bienes y servicios, sino que obliga a considerarlo desde que el proyecto se concibe. Todos los actores que recogen datos deben entender que la privacidad puede ser productiva, que la confianza mutua genera interés. La pugna por la transparencia y por el diseño atractivo a la hora de informar será el mejor producto que puedan emplazar las empresas del mañana.

Jorge González, abogado de Rodl & Partner.

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