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Impuestos
Tribuna
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El nuevo gravamen a la banca: ¿un fraude del legislador?

Numerosos son los problemas jurídicos que están haciendo dudar a la mejor doctrina de la constitucionalidad del gravamen

Fachada del Banco de España.
Fachada del Banco de España.

Numerosos son los problemas jurídicos que están haciendo dudar a la mejor doctrina de la constitucionalidad del nuevo gravamen temporal de entidades de crédito y establecimientos financieros de crédito incluido en la Ley 38/2022, como, por ejemplo, el procedimiento parlamentario seguido para su aprobación, la retroactividad de sus efectos o su no deducibilidad en el Impuesto sobre Sociedades. No obstante, considero que merece un especial reproche constitucional la pretendida naturaleza del gravamen bancario proyectada sobre el principio de capacidad económica.

Así, el legislador ya nos avanza en su exposición de motivos de la citada ley que estamos ante una “prestación patrimonial de carácter público de naturaleza no tributaria dirigida a reforzar el pacto de rentas” que recae sobre los beneficios extraordinarios de aquellos “sectores cuyos márgenes se ven más favorecidos por el aumento de los precios”.

Respecto a su naturaleza no tributaria, conviene aclarar varias cuestiones. La primera es que los tributos se caracterizan por tener una finalidad contributiva, tal y como establece nuestra Constitución cuando reza que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos”. Así, no es casualidad, sino causalidad, que tributo y contribución tengan una misma etimología. Este oxímoron tributario (perdón, no tributario) queda retratado cuando en la misma exposición de motivos se señala que dicho gravamen está dirigido a “reforzar la acción pública dotándola de recursos adicionales para el sostenimiento del pacto de rentas”.

La segunda cuestión es la irrelevancia del nomen iuris, las cosas son lo que son y no lo que decimos que son; principio que deriva del más elemental y filosófico principio de no contradicción: una cosa no puede ser a la vez ella misma y su contraria. Las razones para tal absurdo legislativo bien pueden hallarse en la intención del legislador de excluir tal gravamen del paraguas garantista de los principios de justicia tributaria del artículo 31.1 de nuestra Constitución.

Pero es aún más llamativo que el objeto material sobre el que recae este gravamen sean los beneficios extraordinarios de las entidades financieras. Es bien sabido entre los fiscalistas que una de las finalidades que cumplen los impuestos que gravan la renta de las entidades no es realmente asegurar que quien más capacidad tiene más contribuya, sino evitar una suerte de diferimiento fiscal perpetuo. Así, en ausencia de un impuesto sobre sociedades, los accionistas y partícipes de las empresas evitarían repartir dividendos para que sus beneficios empresariales nunca soportasen impuesto alguno, de tal modo que el impuesto sobre sociedades supone una suerte de aseguramiento impositivo.

Precisamente esta función aseguradora parte de una realidad, a mi humilde modo de ver incontestable, por la cual los impuestos sobre las personas jurídicas no recaen económicamente sobre ellas. Las personas jurídicas son ficciones que difícilmente pueden soportar económicamente impuesto alguno, por cuanto que no existen en un plano material. De tal modo que el gravamen sobre la banca necesariamente ha de recaer económicamente sobre alguno de estos tres agentes (personas físicas todas ellas): consumidores, trabajadores o inversores. Que recaiga sobre los consumidores no parece ser una opción, como se ha encargado de prohibir la propia ley del citado gravamen al establecer que “el importe de la prestación y su pago anticipado no serán objeto de repercusión económica, directa o indirecta”. Prohibición que supone poner puertas al campo y cuyo control implicaría movilizar elevados recursos de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia que pondrían en entredicho los eventuales beneficios recaudatorios del referido gravamen. Que dicho gravamen recaiga sobre los trabajadores de las entidades financieras, en forma de ERE, ERTE o cualesquiera otros mecanismos para aliviar sus costes salariales, tampoco parece ser una opción si atendemos a los programas de los partidos políticos que ejercen su mayoría en las Cortes.

Por último, solo nos queda la opción de que este impuesto recaiga sobre los inversores últimos de las entidades financieras, ya sea a través de inversiones directas en las mismas o a través de planes de pensiones o instituciones de inversión colectiva. Entendemos que quizás el legislador está pensando en ellos, los inversores, como los chivos expiatorios que deban sostener el pacto de rentas. No tengo estadísticas en la mano, pero sospecho que la tenencia de acciones en las entidades financieras está muy diluida, ya sea por tenencia directa o indirecta, en manos de muchos accionistas personas físicas de toda índole y condición social (pensionistas, jubilados, altos directivos, trabajadores, etcétera).

En este punto, invito amablemente al lector a buscar la evolución de la cotización de cualquiera de las entidades financieras españolas durante los últimos quince años y a preguntarse si realmente estos accionistas han tenido beneficios extraordinarios. Pero claro, quiénes son estos accionistas para pretender invocar el principio de capacidad económica e igualdad del artículo 31.1 de nuestra Constitución si para el legislador se trata de un gravamen no tributario.

Alejandro Zubimendi, secretario académico y profesor de la Escuela de Práctica Jurídica de la Universidad Complutense de Madrid

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