Cuentas sociales a costa del contribuyente y expansivas a costa de la economía
La protección de los pensionistas podía haberse abordado de otra forma, con la exención fiscal de sus rentas o la bajada de la presión tributaria sobre estas
El dinero no huele. La famosa frase de Vespasiano (pecunia non olet), originalmente provocada por los negocios relacionados con las letrinas, ha sobrevivido 20 siglos y ha sido utilizada en los más variados contextos. Quien proceda a analizar las cifras presupuestarias, si fuese advertido de que la pujanza de los ingresos se funda en las lágrimas y el sudor de los contribuyentes, que deben hacer frente a una voracidad recaudatoria desbocada, que está permitiendo esa pujanza y que se alcancen niveles récord de recaudación, podría ahora repetirla y justificar, con ella, que sea bienvenido el flujo creciente de ingresos, aunque se apoye en los sufrimientos de los ciudadanos, víctimas de un esfuerzo fiscal inmisericorde. La política fiscal reciente, bendecida por el proyecto de Presupuestos, lleva a sus límites el esfuerzo fiscal de la inmensa mayoría de los contribuyentes, sin que eso se utilice para afrontar nuestro gran problema económico en estos momentos, que no es otro que el del gasto público desbocado (y la corrección tanto del déficit como de la deuda). Que los ingresos fiscales extraordinarios no se estén utilizando para aliviar la carga de los ciudadanos, en un contexto de inflación sostenida, y tampoco para enjugar déficit y aminorar deuda (el servicio de la deuda alcanza ya cifras escalofriantes y el coste será cada vez mayor), significa que se vive al día y que el que venga detrás que arree.
El proyecto de PGE huele a electoralismo, con una pizca de demagogia, otra de populismo y trazas de fantasía y de irresponsabilidad. El crecimiento no va a ser el esperado, y no se adivinan políticas públicas que lo incentiven. Y nuestro problema es el gasto, sobre el que no se ejerce la más mínima presión. No solo el gasto de estructura (ministerios, asesores, crecimiento del aparato burocrático y funcionarial), sino también el de funcionamiento dedicado a subvenciones, ayudas, estudios, proyectos y demás. Los ejemplos que podrían traerse a colación son numerosos. Bien es verdad que, en cada caso, se nos dirá que es el chocolate del loro, pero el loro a este paso va a acabar con todas las plantaciones. Y el trámite parlamentario no solo no va a mejorar el proyecto, sino que, con toda probabilidad, lo empeorará.
En el terreno social, la subida salarial de los funcionarios y la revalorización, con el IPC pasado, de las pensiones, aumenta la brecha entre quienes sostienen con su esfuerzo productivo nuestro generoso Estado del bienestar y quienes lo administran o reciben sus beneficios. En el contexto en que se desenvuelve el sector privado de la economía, la subida salarial de los empleados públicos (unida al aumento del empleo público y a otras medidas relacionadas con su calidad: reducción del tiempo de trabajo o implantación del teletrabajo) debería haber sido más moderada. Y la revalorización de las pensiones abre una incógnita acerca de la sostenibilidad del sistema a medio plazo. La protección de los pensionistas podría haberse ensayado por otras vías, como la exención fiscal de sus rentas o al menos la disminución de la presión fiscal sobre ellas (producto de una vida contributiva, en la que, aun con el sistema de reparto, todos los ingresos han tributado). Solo el renglón relativo a la protección por desempleo disminuye, pero eso no es más que la consecuencia de la coyuntura económica y de la recuperación del empleo que (por ahora) la acompaña.
En la discusión económica, y filosófica, acerca de si el dinero está mejor en manos de los ciudadanos o del Estado, la respuesta de nuestros actuales gobernantes, y de estos PGE, parece nítida: el dinero y la riqueza deben estar en la máxima medida posible en mano pública, y esa mano pública proveerá después de ayudas (100 euros por aquí, subvención de la gasolina y del transporte ferroviario por allá), subvenciones y prebendas de diverso tipo. El emblema gubernamental parece ser el de “te subvencionaré hasta gastar el último euro que consiga sacarte”, descontados claro es los gastos de administración y de supervivencia del aparato estatal (y las raciones de chocolate para el insaciable loro).
El dinero que no sea necesario para una eficiente gestión de los recursos públicos y para garantizar la necesaria solidaridad y la cohesión social está mucho mejor en manos privadas. El dinamismo económico y la creación de riquezas provienen del ámbito privado y no del ámbito público. En la caricatura en que se ha convertido nuestra política, parece que anida la idea de que cuanta menor libertad de decisión económica exista en el ámbito de los sujetos privados mejor para la nueva sociedad (intervenida y controlada) que se quiere construir.
Y a todo ello se une la pretensión de convertir a la empresa en una especie de centro de imputación universal de responsabilidades. Se anuncian, al hilo de los PGE y de su negociación, nuevos permisos parentales, se intensifican los deberes empresariales en relación con la igualdad, pronto también con la diversidad, con la vida familiar y con algo tan íntimo como la corresponsabilidad y la redistribución de roles en el seno de las familias, veremos surgir nuevas responsabilidades empresariales en relación con la movilidad sostenible, etcétera. Y, como Josep Pla ante el espectáculo de las luces de Manhattan, tendremos en algún momento que preguntarnos: ¿y todo esto quién lo paga?
Federico Durán es Catedrático del Derecho del Trabajo. Abogado