El valor compartido del despliegue de las renovables
El éxito de las plantas requiere alinear prioridades con las comunidades locales, instituciones y agentes económicos
La escalada en los precios del gas natural durante los últimos meses ha presionado al alza de los precios de la electricidad en todos los países de la Unión Europea. En España, el precio en el mercado mayorista eléctrico ha llegado a superar los 500 euros/MWh y el precio del gas ha superado los 100 euros. La guerra provocada por la invasión rusa de Ucrania ha agravado esta situación y ha puesto de manifiesto la necesidad urgente de abordar los grandes retos en materia energética a los que nos enfrentamos: reforzar la autonomía energética española y europea, seguir avanzando en la descarbonización que requiere la transición ecológica y promover unos precios de la energía asequibles que no comprometan el poder adquisitivo de los hogares ni la competitividad de industrias y empresas.
Existe una solución que contribuye a alcanzar todos estos objetivos a la vez: acelerar el despliegue de las energías renovables. Como recientemente ha señalado la Comisión Europea, necesitamos generar mucha más energía renovable para depender cada vez menos de combustibles fósiles que hoy importamos de otros países, para reducir los niveles de emisiones y para disponer de energía barata para toda la población. Y en este sentido, España parte con una importante ventaja estratégica: su abundancia de recurso eólico y solar, de las mayores de Europa.
Pero este mayor despliegue tiene como contrapartida la necesidad de cada vez mayores superficies de terreno. Es verdad que esta ocupación será muy reducida en su conjunto –en el caso de la fotovoltaica, por ejemplo, esta fracción sería equivalente al 2% de toda la superficie cultivable de España, esto es, el 0,086% de la superficie total–, pero también que no será homogénea, ya que será más significativa en lugares específicos de nuestra geografía con mejor orografía y exposición al sol o al viento.
Esta ocupación apenas ha empezado a producirse, pero aun así la percepción en muchas zonas rurales de nuestro país es que este despliegue está siendo masivo. A ello contribuye una tramitación administrativa demasiado lenta. Pese a que la mayor parte de los proyectos serán rechazados en alguna fase del procedimiento, la realidad es que muchos se tramitan en paralelo, transmitiendo una sensación de acumulación e incluso solapamiento. Esto hace que las renovables se perciban como competidoras frente a otros usos del suelo, como el agrario, o que crezca la preocupación por su impacto sobre la biodiversidad o el paisaje, lo que a su vez podría afectar indirectamente a otras actividades como el turismo.
Este movimiento de contestación social está cada vez más organizado. También a nivel político, como lo demuestra el hecho de que las plataformas y partidos políticos surgidos en torno al movimiento de la España vaciada se estén haciendo eco de sus reivindicaciones. Y ante estas circunstancias, las administraciones públicas están empezando a reaccionar para tratar de dar respuesta a este descontento. Por ejemplo, con criterios de sostenibilidad ambiental cada vez más exigentes. O fijando plazos estrictos entre hitos administrativos, como ha hecho el Gobierno de España con la intención de forzar la caducidad de proyectos de competencia estatal que pudieran tener un carácter meramente especulativo.
Pero las administraciones no son las únicas que están reaccionando. El propio sector de las energías renovables también está cada vez más concienciado, como se demuestra en la aplicación progresiva de estándares de sostenibilidad más completos y exigentes. El sello de excelencia en sostenibilidad impulsado por la Unión Española Fotovoltaica (UNEF) para proyectos fotovoltaicos, la principal asociación de este sector, es un ejemplo ilustrativo de este mayor compromiso.
No se puede ignorar que el rechazo que generan algunos proyectos tiene causas justificadas. Por ejemplo, que muchas veces estos se promueven de forma unilateral, sin conocer a las comunidades locales en las que se van a implantar y sin atender a sus preocupaciones y necesidades. Una planta renovable es un proyecto a largo plazo. Para asegurar su éxito resulta preciso alinear prioridades con las comunidades locales y con las instituciones y los agentes económicos y sociales que las integran.
Lograr ese objetivo requiere abordar el desarrollo de proyectos renovables desde una filosofía de creación de valor compartido con los territorios. Este enfoque implica un planteamiento de los proyectos renovables durante todo su ciclo de vida que busca maximizar el retorno social para la comunidad local. La instalación no se concibe únicamente como un activo que rentabilizar, sino como una fuente de oportunidades a través del empleo que se genera durante la construcción y mantenimiento de la planta, y para los ayuntamientos mediante ingresos adicionales para las arcas públicas.
Pero crear valor compartido también supone minimizar el impacto ambiental sobre el territorio, incluido el impacto sobre la biodiversidad y sobre el paisaje. En el caso de las instalaciones fotovoltaicas, por ejemplo, se puede prevenir la erosión del suelo evitando la remoción de tierras y el uso de productos fitosanitarios, o reducir el impacto visual mediante la instalación de pantallas arbustivas de especies autóctonas, plenamente integradas. Esta filosofía también implica actuar con transparencia, estableciendo canales de información y diálogo con las comunidades locales, así como mecanismos de participación para prevenir potenciales conflictos y, llegado el caso, para mediar con el fin de solucionarlos.
Todas estas pautas son factibles, viables y, lo más importante, contribuyen de manera determinante a la culminación de los proyectos renovables en los que se han implementado. Eso es crucial, porque si queremos que la transición ecológica avance con éxito, tenemos que hacer mucho más, y por eso precisamente tenemos que hacerlo cada vez mejor.
Ramón Mateo es Director de beBartlet, gabinete de incidencia pública