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Tribuna
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Vivir con discapacidad en la pandemia: el derecho a tener derechos

Son imprescindibles políticas públicas robustas que protejan, de manera efectiva, a las personas con discapacidad

Una mujer abraza a un niño. Getty Images
Una mujer abraza a un niño. Getty Images
CINCO DÍAS

Es innegable que las personas con discapacidad, los “disminuidos” según nuestra Constitución, son siempre las más castigadas en tiempos de crisis, las que más sufren, directa o indirectamente, sus efectos. Cuando las cosas no van bien, las consecuencias son mucho más graves para ellas, para sus familias y para todo el colectivo.

Siempre les toca ser los invisibles, los olvidados (y olvidar es despreciar), ciudadanos de segunda (primero nosotros y después ellos), como ha confirmado, de manera dramática, la terrible pandemia provocada por el coronavirus SARS-CoV-2. Esta crisis sanitaria global ha sido también una crisis de derechos humanos.

La gestión de esta emergencia mundial y la correspondiente toma de decisiones no ha sido fácil, pero ello no justifica en modo alguno los continuos atentados a la dignidad de las personas con discapacidad. El listado es interminable, tanto por su extensión como por no haber llegado aún a su fin.

Los agravios comenzaron en el peor momento de esta crisis de salud pública con el colapso hospitalario y la escasez de recursos sanitarios. Ante la falta de respiradores, se siguieron protocolos selectivos de triaje en función de la edad y la discapacidad del paciente contagiado por Covid-19, dejando sin atención a las personas más vulnerables, descartadas, al margen de su concreto estado clínico, tan sólo por sus arrugas o deficiencias: las vidas de las personas con discapacidad y las de nuestros mayores, ¿no eran vidas dignas de ser vividas?; ¿hay acaso vidas aptas y no aptas? Sinceramente, jamás pensé que llegaría a hacerme estas preguntas en pleno siglo XXI, pues dicho parámetro utilitarista es digno de perversos programas eugenésicos de épocas pretéritas.

Decretado el confinamiento, el encierro no afectó, ni mucho menos, a todos por igual. La interrupción de actividades y terapias, tan indispensables para las personas con discapacidad, tuvieron que ser forzosamente asumidas por sus familiares y cuidadores, convertidos de un día para otro en terapeutas no profesionales que, en muchos casos, salieron adelante gracias al apoyo incondicional de las entidades del tercer sector y a sus incansables profesionales. Una enorme carga intra muros desconocida y no reconocida.

El inesperado cambio de rutinas habituales por causa de la reclusión obligatoria afectó sobremanera a las personas con Trastornos del Espectro Autista. Ante el incremento del nivel de estrés, de estererotipias y de regresiones en sus conductas, las salidas terapéuticas se convirtieron en una necesidad vital. Y lo hicieron, salieron a la calle, pero muchas fueron multadas gracias a esos ciudadanos que, sin permiso de nadie, se erigieron en “policías del balcón”.

El sobrecoste de las medidas de prevención contra el patógeno SARS-CoV-2 (mascarillas, gel hidroalcohólico, pruebas diagnósticas, etc.) está teniendo un fuerte impacto en la economía de las familias españolas, gastos adicionales que se añaden a los que ya suelen ser asumidos por las personas con discapacidad y sus familias en circunstancias no pandémicas (audífonos, sillas de ruedas, camas articuladas, terapias, adaptaciones de la vivienda, fármacos y un larguísimo etcétera). Es relevante el agravio comparativo económico que soporta un colectivo de personas con menos oportunidades de empleo, salarios más bajos y costo de vida más alto por razón de su discapacidad, lo que se traduce en mayor riesgo de pobreza y exclusión.

La falta de accesibilidad cognitiva a la información y comunicación ha sido una gran barrera para muchos ciudadanos. Para hacernos una idea, si esta devastadora pandemia inició, oficialmente, en marzo del año 2020, no fue hasta febrero de 2021 cuando se homologaron las mascarillas con la boca visible. Once largos meses en los que miles de personas con discapacidad auditiva o con necesidades comunicativas, para quienes la lectura de labios y los gestos faciales resultan indispensables en su día a día, se vivieron excluidas del mundo hablado.

Demasiadas han sido las muertes provocadas por esta pandemia y muy pocas las responsabilidades asumidas. Y qué decir de la otra pandemia, la de la soledad no deseada; es cruel e inhumano que las personas vean empeorar su salud mental o, incluso, fallezcan porque nuestro sistema sanitario no tiene ni espacio ni tiempo para ellas. Son las muertes indirectas del Covid-19.

Es cierto que el virus no discrimina en el contagio, pero sí social, ética y económicamente. La situación de calamidad pública en la que estamos inmersos desde hace ya casi dos años ha agravado significativamente la situación de desigualdad estructural que viven los más vulnerables. Son imprescindibles políticas públicas coherentes, robustas e inclusivas en materia de educación, vivienda, salud y empleo, que ensanchen y protejan, de manera efectiva, los derechos de las personas con discapacidad. El objetivo es muy claro: no dejar a nadie atrás.

Inmaculada Vivas Tesón, catedrática de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla

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