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Tribuna
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Las costas en el orden contencioso-administrativo: la auténtica lotería de Navidad

La existencia o no de costas en caso de perder el juicio y su importe concreto nadan en un profundo limbo de dudas e indefinición

Ante la notificación de una resolución desestimatoria de la Administración o perjudicial para nuestros intereses, la pregunta resulta obligada: ¿merece la pena recurrir? Para responder a esta cuestión con un sí o un no, además de valorar el fondo del asunto, hay un aspecto que no podemos obviar: Y si pierdo, ¿qué pasa con las costas?

La respuesta no es nada exacta, en contra de lo que a priori pudiera pensarse. Y no lo es, principalmente por la falta de claridad de la regulación aplicable y la disparidad de criterios de nuestros tribunales. Existen multitud de elementos que hacen de la imposición de las costas y de su cuantía una auténtica lotería a la que obligadamente se ven obligados a jugar los administrados que deciden acudir a la vía judicial para defender sus derechos o tratar de revocar una decisión administrativa que entienden contraria a sus intereses.

El artículo 139 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, de la jurisdicción Contencioso-administrativa que regula las costas procesales, tras su modificación por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal, parte del criterio del vencimiento como regla general (suponiendo la regla del vencimiento imponer las costas a la parte que haya visto desestimadas todas sus pretensiones). De este modo, se impondrán las costas a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones, mientras que cuando haya una estimación o desestimación parcial de las pretensiones cada parte abonará las costas causadas a su instancia y las comunes por la mitad (es decir, no habría condena en costas).

Sin embargo, a reglón seguido, la norma introduce ciertos componentes, que se acercan a los denominados “conceptos jurídicos indeterminados” y que consiguen abrir la puerta a la valoración subjetiva de cada magistrado.

Así, esta regla general encuentra excepciones cuando el tribunal “aprecie que el caso presentaba serias dudas de hecho o de derecho”, o entienda que el recurso o la acción se ha interpuesto “con mala fe o temeridad”. A esto, el citado artículo añade la posibilidad de imponer las costas a la totalidad, a una parte de estas, o de limitarlas a una cifra que el órgano judicial determinará a su criterio. En caso de recurso, además, la norma establece que se impondrán las costas al recurrente si se desestima totalmente el recurso, “salvo que el órgano jurisdiccional, razonándolo debidamente, considere que concurren circunstancias que justifiquen su no imposición”.

Es decir, la existencia o no de costas en caso de perder el juicio y su importe concreto nadan en un profundo limbo de dudas e indefinición que la regulación antes citada para nada ayuda a clarificar.

Es más, en cuanto a la obligación de apreciar y razonar, -para exceptuar la aplicación del criterio del vencimiento-que el caso presentaba “serias dudas” de hecho o de derecho, rara vez, por no decir nunca, el juez en su sentencia argumenta siquiera mínimamente las razones por las que no impone condena en costas. Y lo mismo podemos decir de la ausencia de condena en costas en los recursos y de la limitación de las costas (con mucha frecuencia, casualmente, cuando la parte perdedora del pleito es la Administración).

Otro dato que alimenta este confuso panorama es que cada órgano judicial interpreta estos criterios a su voluntad, dando lugar a decisiones dispares e incluso antagónicas en un terreno que debería destacarse por su homogeneidad y regularidad. Esto lleva a que, ante un mismo caso, un juez podría, por poner un ejemplo, condenar en costas y limitarlas a 100 euros, otro juez a 6.000 euros, e incluso un tercero no limitarlas y que la cifra de las mismas arroje una cantidad bastante superior.

Esta especialidad de que el juzgador pueda limitar las costas en sentencia arroja un panorama que no sucede en otros órdenes jurisdiccionales en los que las costas se calculan directamente en función de la cuantía del asunto (orden civil) o en los que la regla es que en la primera instancia no hay imposición de costas (orden social).

Todo ello se debe a la inexistencia de una regla positiva que sirva como parámetro de legalidad a la hora de cuantificar las costas, lo que, unido a la falta de vinculatoriedad de los criterios orientativos de los colegios de abogados, supone que su cuantía quede al completo arbitrio del Jugado o Tribunal correspondiente.

Por último, la seguridad jurídica debe garantizar un mínimo de estabilidad y coherencia a la hora de imponer las costas que facilite al ciudadano tomar la decisión acerca de acudir o no a los tribunales a fin de que éstos diriman la controversia entablada con la Administración.

¿Cómo arreglar este desaguisado? Pues aprobando -y posteriormente aplicando- una regulación de las costas en el campo contencioso-administrativo homogénea, clara y objetiva, que elimine al máximo los matices o resquicios que pueden dar lugar a subjetividad y cuando no a abierta arbitrariedad en la imposición de las costas por nuestros órganos judiciales.

Javier Juan Álvarez, asociado senior del departamento de Derecho Público y Regulatorio de Eversheds Sutherland.

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