G-20: los paraísos fiscales siguen ahí
La única explicación al fracaso para resolver este tema es que estos espacios son rentables para quienes los albergan o toleran
Es asombrosa la resistencia de los llamados paraísos fiscales ante una evidencia clara de su naturaleza tóxica para valores tan esenciales en una sociedad democrática como la justicia fiscal y la solidaridad. El reciente G-20 reunido en Roma, que ha ratificado el acuerdo para una mínima tasa del 15% en el Impuesto de Sociedades de las grandes corporaciones, no ha sido capaz de ir más allá. Acordar un mínimo del 15% en el Impuesto de Sociedades es sin duda algo mejor de lo que hay, sobre todo por ser una decisión colectiva de 140 países. También es un paso adelante del G-20 –quizá mayor– obligar a las multinacionales tecnológicas más poderosas a declarar sus beneficios en el país donde los generan, y no en el que les ofrece un tratamiento tributario más confortable.
Pero esos acuerdos adolecen de una lamentable debilidad en la medida en que no impiden la escapatoria suprema para los capitales ingresados por corporaciones o personas físicas: los paraísos fiscales, que lo son por garantizar el secreto a toda sociedad mercantil, trust o fideicomiso que se registre en ellos, y por no preguntar nunca quién o quiénes son sus titulares reales.
¿Cómo es posible que las pequeñas Islas Vírgenes británicas reciban más inversión que Alemania?; ¿cómo es posible que en esas islas del tesoro, o en los Estados de Delaware o Nevada o Dakota del Sur, cualquiera puede llevar miles de millones de dólares o euros sin declararlos al país de origen de tales beneficios, y sin que el Reino Unido o Estados Unidos hagan nada por evitarlo legalmente? Lo decía Barack Obama: el problema es que la existencia de paraísos fiscales es legal. Pero entonces, si es legal que una determinada jurisdicción colabore decisivamente para que se defraude a la hacienda de un país, ¿por qué no se deroga la legislación que lo permite?, ¿por qué no se aprueban leyes que declaren prohibidas las prácticas de abogados o entidades financieras que hacen posible la evasión fiscal?, ¿por qué el G-20, tan triunfalista en la lucha contra el cambio climático, ha sido tan decepcionante en la lucha contra el fraude a escala internacional?
Para contestar a esas preguntas vayamos a los orígenes de esas criaturas delictivas que son las jurisdicciones off-shore. Los paraísos fiscales son hijos de los años finales del siglo pasado en que se produce la aparición de la libertad omnímoda de circulación de capitales, sin restricciones y sin regulación alguna. Ello va unido a la época de oro del secreto bancario, con Suiza como líder reconocido de tal tráfico ilícito de dinero. Los más conocidos paraísos fiscales nacieron y crecieron al calor de la desregulación financiera. Sin embargo, esa especie de cueva de Alí Babá entró en crisis con la Gran Recesión de 2008-2013 en el mundo occidental, que he llamado la Edad de Hielo. La prueba de ello es que, cuando estalló la crisis sanitaria/económica creada por la pandemia de Covid-19, la reacción de la Unión Europea fue muy distinta. De la austeridad hemos pasado a la inversión y el gasto de cuño keynesiano.
Se vienen sucediendo decisiones de los Estados europeos, de la Unión, del Banco Central Europeo, del gobierno y Congreso de Estados Unidos que parecen abrir una nueva época en la política económica y monetaria. Se proponen presupuestos expansivos. Se lanzan iniciativas gigantescas como el Next Generation EU. Se aprueban inversiones en infraestructuras del orden de cerca de dos billones de dólares en EEUU. Se abre la vía a una armonización fiscal en el G-20. Pero no se ataca a los paraísos fiscales. Se calcula que, en los paraísos fiscales, o “jurisdicciones no cooperadoras”, hay ahora depositados cerca del 10% del PIB mundial en activos mobiliarios e inmobiliarios. Y que el fraude fiscal que permiten esas jurisdicciones off-shore es de proporciones extraordinarias. Eso, al tiempo que una gran parte de la Humanidad pasa hambre, o está sumergida en la exclusión social, o debe convertirse en emigrante o refugiado y morir en el intento.
La pandemia ha vuelto a poner patas arriba las finanzas públicas ante la demanda social dirigida precisamente al Estado. Los gobiernos ven agrandarse los déficits y la deuda. Nunca han necesitado tanto los ingresos provenientes de los tributos. Nunca ha sido tan importante la solidaridad en el mundo. Y en este contexto, el G-20 fracasa al dejar en un segundo plano el desafío de los paraísos fiscales. No hay otra forma de entender la razón de esta pasividad escandalosa y la aceptación de los paraísos fiscales como parte del paisaje, que llegar a la conclusión de que resultan rentables para los Estados que los albergan o que los permiten silenciosamente.
Sin embargo, a diferencia de tiempos pasados, vivimos una coyuntura en la que sería posible un amplio consenso de los países más desarrollados para concertar una legislación que haga imposible la evasión fiscal off-shore. Una legislación rigurosa en la información proveniente de los Estados, de las entidades financieras y de las empresas, con duras sanciones ante una infracción de dicha obligación. Una legislación que prohíba los tax rulings, y que obligue a los Estados a publicar listas negras de paraísos fiscales, con contenidos reales, y no como ahora se realizan vergonzantemente por la Unión Europea. Una legislación que declare nulas las sociedades cuyo propietario o titular permanezca oculto (Papeles de Panamá, Papeles de Pandora). Una legislación armonizada que sancione a los profesionales del derecho o a entidades financieras que colaboren en la ocultación de ingresos a la autoridad fiscal.
Lo anterior no sería eficaz sin la implicación de EEUU, en donde residen algunos de los más importantes paraísos fiscales. EEUU exige a Europa que le dé información exhaustiva de las cuentas de residentes norteamericanos en bancos europeos, pero no da información de los residentes europeos con cuentas en bancos de EEUU. Por último, un ruego al G-20: para ser coherente con lo que acaba de aprobar, debe considerar paraíso fiscal a cualquier país que tenga un tipo real de impuesto de sociedades inferior al 15%.
Diego López Garrido es Vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas. Autor de ‘Paraísos Fiscales. 20 propuestas para acabar con la gran evasión’.