El coste oculto de la crisis financiera
Hay una clara apuesta entre reguladores y supervisores de poner la emergencia climática en el centro de sus actuaciones
La crisis financiera de 2007-2008 y su impacto posterior en la Gran Recesión mundial, con la segunda oleada de crisis financiera en la eurozona en 2010-2012, que se ensañó con algunos países europeos como Grecia, ha sido analizada en profundidad en los últimos años tanto en su vertiente global como europea o nacional. Así, se han señalado las causas de la crisis subrayando los problemas éticos y de conflictos de interés (entre otros muchos); se ha identificado la doctrina del shock que favoreció el austericidio como errónea respuesta a la crisis económica; se ha discutido la necesidad o no de rescatar al sector financiero en apuros, el coste del rescate y quién pagó la factura (y quién debería haberla pagado); se ha estudiado el efecto en una generación perdida, jóvenes que han accedido al mercado laboral en un momento crítico y que fueron abandonados a su suerte, con altas tasas de desempleo juvenil y desesperanza, provocando una fuga de talento hacia otros países europeos que han sabido/querido sacar partido de la inversión realizada aquí durante 20 años en su formación. Se ha indicado el absurdo de que un país envejecido, con baja tasa de natalidad desde hace décadas, expulse al extranjero a muchos de sus jóvenes bien preparados técnicamente, los que han formado familias (o lo harán pronto) en otros lugares, ahondando nuestro problema demográfico.
Sin embargo, no se ha prestado la suficiente atención al que seguramente sea en el largo plazo el mayor coste de la crisis: la pérdida de diez años clave en la lucha contra la emergencia climática. El problema del desempleo, de las quiebras, de los contagios entre países e instituciones financieras o los graves problemas del sector financiero acapararon toda la atención mediática, política e incluso diplomática, mientras se aceleraba en los países emergentes un desarrollismo altamente contaminante y los países avanzados, en general, dejaban ad calendas graecas la toma de dolorosas decisiones para la transición energética mientras íbamos consumiendo el balance de carbono compatible con un planeta estable. El modelo de contención del gasto y la inversión pública que predominó en buena parte del período fue un impedimento adicional para poder avanzar en las inversiones necesarias para pasar de una economía basada en combustibles fósiles a una electrificada y con base renovable. El Green New Deal se tenía que haber aprobado en 2009.
La crisis financiera también supuso un parón en el desarrollo de los principios de inversión responsable (PRI, Principles for Responsible Investment) que Naciones Unidas promovió bajo el mandato de Kofi Annan. Apenas un puñado de entidades financieras fueron signatarias de estos principios (comprometiéndose a incluir en su proceso de toma de decisiones las cuestiones medioambientales, sociales y de gobernanza) cuando se lanzó la iniciativa en 2006. Desde entonces hasta 2013 el número de compromisarios, y el volumen de fondos gestionados, creció moderadamente; el sector financiero bastante tenía con intentar solucionar sus propios problemas como para involucrarse en cuestiones aparentemente ajenas. Solo cuando se empieza a dejar atrás lo peor de la crisis, en 2014-2015 tanto los signatarios de PRI como los activos gestionados han experimentado un gran crecimiento.
Mientras se producía este cambio de tendencia, ocurrió un evento singular. En 2015, semanas antes de la Cumbre de París, Mark Carney, entonces gobernador del Banco de Inglaterra, pronunció ante el sector asegurador de Londres un discurso titulado La Tragedia en el Horizonte, y puso de relieve el papel esencial del sector financiero y de sus reguladores en la lucha contra el calentamiento global. En su momento fue un discurso pionero y contracorriente (no hay más que considerar que la política monetaria no convencional europea sobrefinanció al sector del petróleo, o que en ningún momento las condiciones de los rescates ni de entidades financieras ni de países tenían objetivos o indicadores de sostenibilidad); sin embargo, desde entonces reguladores y supervisores financieros se han ido convenciendo aceleradamente de que el cambio climático es un riesgo de tal magnitud que no pueden obviarlo. Hasta el punto de que nuestro Banco Central, en palabras de su presidenta Christine Lagarde, cree ahora que la lucha contra el cambio climático está claramente dentro de su mandato, aunque aún no hayan decidido cómo potenciarán las inversiones sostenibles de los bancos y penalizarán las ligadas a combustibles fósiles u otras formas de contaminación. No es una opinión unánimemente compartida por otros banqueros centrales: así, el máximo responsable de la Reserva Federal estadounidense ha afirmado este año que la mitigación del cambio climático y la adaptación al mismo corresponden al Gobierno y no a la política monetaria, y que de momento no afectan a la estabilidad financiera.
El sector financiero es una de las herramientas que tendrá que funcionar de forma óptima en el muy corto plazo para poder canalizar con éxito la enorme inversión necesaria para acometer la transición. Afortunadamente, hay una fuerte demanda inversora para comprar activos financieros ESG (bonos verdes, bonos sociales, bonos sostenibles, acciones de empresas renovables, etc.), donde es esencial la credibilidad de la taxonomía de productos financieros aprobada por la Unión Europea y el acierto de las agencias de rating de sostenibilidad. Hay una toma de conciencia creciente por parte de las entidades financieras, por convencimiento o por mera oportunidad de negocio, de que el futuro es sostenible o no es futuro. Hay una clara apuesta entre los reguladores y supervisores, al menos en Europa y a nivel discursivo, en poner la emergencia climática en el centro de sus actuaciones.
Son signos positivos, pero aún excesivamente tímidos y con muchos riesgos: greenwashing, falta de acierto en las inversiones del plan de recuperación, mantenimiento de los patrones de consumo… que dejan abierta la pregunta de si llegaremos a tiempo de prevenir. Es claro que los costes que deberemos asumir ahora habrían sido mucho menores si hubiéramos empezado la transición diez años antes. Hemos perdido un tiempo precioso, que esperemos no tener que lamentar y que no lleguemos a recordar la caída de Lehman Brothers como el pistoletazo de salida de un ensimismamiento prolongado que nos impidió afrontar el principal reto que hemos vivido.
Mikel Larreina es Profesor de finanzas de Deusto Business School