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En colaboración conLa Ley
Tribuna
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La desprofesionalización de la Justicia

La Administración no debería tolera la inoperancia de un modelo que no se sostiene y ataca a la esencia de la misma noción de servicio público

La sede del Ministerio de Justicia, en Madrid.
La sede del Ministerio de Justicia, en Madrid.Pablo Monge

¿Puede imaginarse operado por un cirujano sin título de medicina? ¿O anestesiado por un electricista? ¿Quizá desposeído de su vesícula biliar por un estudiante de periodismo? Seamos más imaginativos: ¿Qué sensación le produciría saberse en manos de un reputado filólogo de letras clásicas cuando su cuerpo exige con obturados flujos sanguíneos una operación inminente de corazón? No es precisa demasiada cábala para saber cuál sería su sentimiento —por supuesto, también el mío—: horror, desasosiego, angustia y, desde luego, pánico. Nadie sensato expone su cuerpo —y su vida— a los azares de la inexperiencia o a la ruleta de la ignorancia. Solo un demente se prestaría a semejante acto. Sin embargo, la tramitación de procesos en los que se deciden cuestiones tan relevantes como la libertad de una persona, la afectación ejecutiva de su patrimonio, la división de su herencia o las obligaciones familiares que habrá de atender para con sus hijos, quedan hoy en manos de autoridades y funcionarios, no ya sin ningún tipo de experiencia, sino también huérfanos de cualquier formación jurídica y sin conocimiento siquiera elemental de las diferentes aplicaciones que conforman un puesto de trabajo en la Administración de Justicia. No exageramos: la Justicia española sufre desde hace tiempo un proceso gradual y severo de desprofesionalización, que se traduce en una pérdida de garantías para el ciudadano, y un notable deterioro de la calidad que resulta exigible, de forma mínima, a cualquier servicio público.

Las razones y causas de este desastre en los juzgados, tribunales y fiscalías son variadas, pero obedecen de forma central a un mismo eje vertebrador: la ausencia total y absoluta de una política de función pública en la Administración de Justicia española. Así, sea por la disipación de la responsabilidad que surge de la confusión competencial entre el Gobierno y las comunidades autónomas, por el secular abandono político a todo lo que atañe a la potestad jurisdiccional, o porque, simplemente, la desidia es la peor inercia en la mecánica de los engranajes administrativos, la realidad que nos asola es un sistema de cobertura de plazas vacantes ineficiente, incapaz de garantizar mínimamente la solvencia del personal asignado y despreocupado por entero de su formación. La conclusión es conocida: la Justicia es servida (no siempre, pero muchas veces) por personal interino incapaz por todo de cumplir con sus cometidos legales y reglamentarios, elemento distorsionador para el resto el resto de las plantillas, ciudadanía y profesionales que asisten, perplejos y aterrados, a una hecatombe anunciada y probablemente inevitable: la de la Justicia que acaece en cada mesa, en las manos del funcionario de auxilio judicial, en la gestión de autos que lleva a cabo el gestor procesal, o en el margen responsable de jueces, letrados de la Administración de Justicia o fiscales.

Lejos de lo que se quiera pensar, la dramática situación narrada sería salvable con la asunción por todos de la responsabilidad que nos atañe. De este modo, sería conveniente que los procesos selectivos se planificasen, desarrollasen y concluyesen en plazos y términos razonables, no postergándose durante años, con desprecio flagrante al opositor e irrazonable aquiescencia ante el estado de las cosas. Igualmente, aceptando la necesidad del personal interino, es apremiante que se bonifique el acceso de personas con experiencia previa acreditada y conocimientos suficientes, se ofrezca la formación disciplinar (jurídica y de herramientas informáticas) que exigirá posteriormente el puesto de trabajo, y no como ocurre hasta ahora, situando a personas inexpertas al frente de la tramitación de asuntos cuya lógica procedimental se desconoce en sus bases elementales. Finalmente, sería particularmente necesario intensificar las funciones inspectoras, en su actividad y en su celeridad, respondiendo con proporcionalidad, pero también con firmeza, ante los casos de incompetencia absoluta o dejadez manifiesta.

En último término —produce pudor recordarlo— el sueldo de cualquier autoridad o funcionario público es sufragado con los tributos de todos, y por esa razón básica de legitimidad pública, la Administración no debería tolerar —no debemos tolerar— la inoperancia de un modelo que no se sostiene, que ataca frontalmente a la esencia de la misma noción de servicio público y que conduce inexorablemente al ciudadano a un precipicio en el que debe elegir entre desistir de sus legítimas pretensiones o arrojarse a los azares de la diligencia (o falta de ella) del personal que deba atenderle. A este punto hemos llegado; un proceso lento, progresivo y letal: la desprofesionalización de la Justicia.

Álvaro Perea González, letrado de la Administración de Justicia.

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