El largo calvario del caso Navantia
Diez años después de la apertura del procedimiento, la justicia ha sobreseído finalmente las acusaciones por presunta corrupción
El pasado 12 de enero, el Juzgado de Instrucción nº 8 de Madrid decretaba el sobreseimiento y el archivo de las actuaciones por los que se ponía fin a un calvario personal que venía durando desde el 28 de febrero de 2011, cuando la Fiscalía contra la Corrupción y la Criminalidad Organizada, solo el nombre intimida, formuló contra mí la primera denuncia. Era el inicio de lo que acabaría siendo conocido como el caso Navantia.
Diez años encausado por corrupción, en los que esa condición de imputado, extendida más allá de todo límite razonable, no ha dejado de proyectar su sombra un solo día sobre mi ejecutoria profesional y mi vida personal, y en los que he visto mi nombre, mi honor y mi reputación puestos bajo la sombra permanente de la sospecha. Una situación lacerante para quien, como yo, pertenece a una familia de servidores públicos y ha sido educado en la fe en las instituciones, en el respeto por el dinero de todos, en la ejemplaridad de la justicia y que se ve enfrentado al mismo Estado al que ha dedicado sus mejores esfuerzos durante la mayor parte de su vida.
Desarrollé mi carrera en el sector público en el Instituto Nacional de Industria del que, entre 1990 y 1996, fui presidente. Cuando tras 23 años dejé el INI me dediqué a la tarea de asesorar empresas, operaciones y negocios. A esta nueva etapa, en calidad de socio, se incorporó en 1998 Antonio Rodríguez Andía, a quien había conocido en el INI. En 2005, tras años de actividad privada se nos ofrece a ambos la posibilidad de participar como subagentes en una operación de venta de ocho buques militares de Navantia a la Armada venezolana por un importe de 1.200 millones de euros. Una actividad, la de la intermediación de agentes y subagentes habitual, conviene subrayarlo, en el ámbito de actividad en el que interveníamos.
Sin nuestro conocimiento somos investigados por el Servicio de Prevención de Blanqueo de Capitales por el pago de la retribución convenida por nuestra participación. El Sepblac concluye que no ha habido blanqueo, pero traslada el caso a la Fiscalía contra la corrupción, que nos pide información. La ofrecemos convencidos de que ahí termina todo. Pero, para mi sorpresa, se formula, contra mí y los demás imputados, denuncia por tráfico de influencias, delito fiscal y delito continuado de falsedad en documento mercantil y se bloquean mis cuentas y las de mi socio.
Hoy creo que en mi confianza en la justicia pequé de candor por no haber tenido en cuenta la situación por la que entonces atravesaba nuestro país: A finales de 2011 el PP gana las elecciones. Tras siete años y medio se produce el relevo en el Gobierno y en la cúpula de las empresas públicas. Desde algún tiempo antes los escándalos de corrupción, el caso Gürtel y el caso Urdangarín, venían marcando nuestra vida pública. La declarada voluntad del nuevo Gobierno para presentar ante los españoles los siete años y medio del periodo socialista bajo la presunción de corrupción convertían el Caso Navantia y mi propia persona en un apetecible botín para quienes se hallaban en el ámbito de la política gubernamental y para los medios de información cercanos a sus postulados. Debo aclarar que nunca he militado en ningún partido político, aunque desempeñé mis más altas responsabilidades en la empresa pública en tiempos de gobiernos socialistas.
Pronto se reveló la ausencia de soporte de la acusación inicial. La propia Audiencia Provincial de Madrid ordenó el levantamiento de las medidas cautelares por ausencia de indicios fundados. El tráfico de influencias no se explicaba: mi socio y yo éramos profesionales acreditados que habíamos participado en numerosas operaciones similares, las altas retribuciones no eran indiciarias de delito, los expertos ayudantes de la fiscalía admitían desconocerlo todo sobre el comercio internacional y la venta de buques. La falsedad documental no se sostenía: de la existencia de los contratos, de la presentación de las facturas y su contabilización, del conjunto de pruebas aportadas “más bien parece deducirse lo contrario”, decía la Audiencia. En lo que respecta al delito fiscal, las declaraciones del IVA y de la renta presentadas no habían sido objetadas, los impuestos aparecían correctamente liquidados.
No puedo analizar las motivaciones personales e institucionales que condujeron, contra toda lógica, a sostener lo insostenible. Sin duda las hubo, no solo por el tiempo que el caso ha permanecido abierto, sino por los giros de guion realizados para conseguirlo. Concretamente el que cambió la imputación de tráfico de influencias por malversación: ahora ya no habíamos forzado la voluntad de los directivos de Navantia, habíamos actuado conjuntamente con ellos para apropiarnos indebidamente del dinero. Ante la ausencia de soporte para la acusación, se vuelve a dar otro giro en busca de probar un supuesto cohecho.
Las comisiones rogatorias a Suiza y a los paraísos fiscales de las Antillas para investigar las cuentas de los agentes venezolanos, acompañadas de informes abusivos en los que se da como probado el relato imaginado de la fiscalía, tampoco arrojaron resultado alguno. Todo para, al final, verse obligados a sobreseer el caso. La frustración de la fiscal, Pilar Melero Tejerina, deja su huella en un informe en el que mantiene su relato e incluye juicios gratuitos que abundan en el daño moral causado a los imputados, pero no se menciona el daño que la persistencia en mantener abierto el caso ha causado al erario público.
La justicia, para ser eficaz, necesita de tiempo en las pesquisas y en las resoluciones: seis meses, un año, y hasta dos en determinadas circunstancias pueden ser necesarios, pero ¿diez años? La realidad de los contratos, la normalidad de nuestras actuaciones en relación con los usos del sector, las facturas, las liquidaciones de impuestos… Si todo se ha aportado en el momento procesal en que fue requerido ¿no se corre el riesgo de abonar la impresión de que se ha sustituido la presunción de inocencia por la presunción de culpabilidad? Si además se ha negado a la defensa la práctica de pruebas conducentes a establecer nuestra inocencia ¿no se abona con ello la hipótesis de que se ha promovido lo que favorecía el relato acusatorio y se ha obstaculizado cuanto podría contribuir a desmontarlo? ¿No se ha perjudicado el derecho a la defensa de los encausados?
Hoy, tras el sobreseimiento mis sentimientos siguen divididos: de un lado, el orgullo por haber contribuido a posibilitar una de las mayores operaciones de exportación industrial de nuestra historia reciente en favor del Estado, de su prosperidad y del desarrollo de su sector público en un ámbito en crisis. De otro, la decepción por haber sido objeto del poder abusivo, injusto, ejercido por ese mismo Estado contra un individuo inerme e indefenso. Esa experiencia, sin haber conseguido desterrar mi fe en las instituciones, me lleva a pensar que la justicia hubiera debido conceder más garantías, al individuo. Recuperar después de esta experiencia la confianza en el funcionamiento de lo público, en su transparencia y en su buen gobierno no va a resultar tarea sencilla.
Javier Salas Collantes