¿Qué es la ‘gig economy’? Análisis de una visión antagónica
La necesidad de reformar esta actividad es un clamor. Pero debe hacerse conservando las ventajas del modelo y protegiendo al tiempo al trabajador
La economía de los pequeños encargos o gig economy ha entrado de lleno en el debate público en la última década. Los mercados locales se han globalizado a un ritmo sin precedentes, mientras que los actores globales han empezado a ofrecer servicios hiperlocalizados. La propia naturaleza del empleo parece estar mutando de las estructuras tradicionales al trabajo por cuenta propia. No debemos subestimar los cambios: se trata de una revolución que quizá no tenga marcha atrás.
Los servicios al consumidor, en particular, experimentan un ascenso meteórico. Uber, Lyft y otros servicios de VTC están presentes en las ciudades de todo el mundo. El estudio Independent work de 2016 de McKinsey Global Institute calculó que entre el 20% y el 30 % de los trabajadores de Europa y EEUU participan en mayor o menor grado en la gig economy. Es decir, 162 millones de personas.
Semejante escala podría indicar un escenario triplemente beneficioso porque con este tipo de economía se satisfacen las necesidades de los trabajadores, los consumidores y las empresas. No obstante, debemos examinar con precaución las narrativas predominantes.
Las plataformas de la gig economy han dado impulso al crecimiento de nuevos mercados. El trabajo en plataformas puede proporcionar ingresos a quienes normalmente están excluidos o marginados del empleo tradicional, por ejemplo, si están a cargo del cuidado de otros o si buscan adaptar el trabajo a otros compromisos. Quienes son nuevos en un sector o tienen tan poca experiencia que no pueden conseguir un trabajo a jornada completa pueden obtener ingresos realizando pequeños encargos. Para los trabajadores de cierta edad que buscan un trabajo a tiempo parcial hasta conseguir jubilarse o para completar la pensión, estos trabajos pueden resultar más flexibles y adaptables que los contratos laborales permanentes.
Esto podría indicar, en cualquier caso, que la gig economy desempeña una función importante para quienes no tienen otra opción: una nueva válvula de escape laboral que permite a quienes no tienen empleo trabajar hasta cierto punto y con muchas más facilidades que antes.
Pero también existe una faceta más oscura y problemática de la historia. La competencia global y la falta de oportunidades a largo plazo a menudo se traducen en salarios muy bajos, ya que incluso los profesionales cualificados que trabajan en línea tienen dificultades para ganarse la vida. Este escenario, combinado con un estricto control algorítmico, ofrece pocas posibilidades para la innovación y el espíritu empresarial.
Las plataformas insisten en que los derechos asociados al empleo tradicional, como las vacaciones pagadas o la baja por enfermedad, son incompatibles con el trabajo flexible. Pero eso no es cierto, tal y como nos han recordado recientemente los Tribunales Supremos de toda Europa. No existe una relación inherente entre el trabajo flexible y la protección del pleno empleo. Cualquier confusión o complejidad no debe atribuírsele al Derecho del Trabajo, sino a los términos engañosos redactados por los denominados ejércitos de abogados.
La gig economy digital despegó sobre todo después de la crisis financiera de 2008-2009, cuando se produjo un repunte en la economía. Ahora, con la pandemia del coronavirus, sus puntos débiles y la falta de derechos laborales han quedado al descubierto con toda su crudeza. Los trabajadores que realizan pequeños encargos se enfrentan ahora a la suma de crisis sanitaria y depresión económica; las plataformas deben asumir sus responsabilidades.
En cierto sentido, la diversidad de fuentes de ingresos puede ser una ventaja. Aunque una empresa quiebre o deje de ofrecer pequeños encargos a un trabajador, otras podrían seguir necesitando sus servicios. Los trabajadores curtidos en la gig economy puede que ya tengan experiencia con las fluctuaciones en la demanda y adapten el tipo de servicios que ofrecen a las nuevas circunstancias.
Pero esto no se compensa con la falta de derechos de los trabajadores similares a los de un trabajador ordinario, como la baja por enfermedad. Los trabajadores también tienen dificultades para acceder a los programas de ayuda gubernamentales diseñados para combatir la recesión provocada por el coronavirus, puesto que normalmente van dirigidos a quienes tienen un empleo tradicional o un largo historial de trabajo por cuenta propia.
La necesidad de reformar la gig economy es un clamor. Algunos de quienes trabajan en ella se enfrentan a condiciones consideradas inadmisibles en otros ámbitos del mercado laboral de sus respectivos países. A las plataformas se les acusa de estar a punto de convertirse en monopolios en sus sectores quebrantando la ley, en parte porque se apoyan en trabajadores mal pagados y con pocos derechos que compiten injustamente con los trabajadores establecidos. Como la Corte Suprema del Reino Unido le recordó a Uber el mes pasado, las plataformas no pueden elegir si la ley se les aplica o no.
¿Cuál es el resultado? La variedad de relatos y experiencias de trabajadores y clientes, es decir, de los que usan y se ocupan a través de la economía del trabajo por encargo, muestran las complejidades que deberá superar quien intente regular, armonizar o mejorar sectores que son completamente distintos.
Pero el camino a seguir está claro. Debemos tratar de conservar las ventajas de la gig economy (acceso a oportunidades de forma más fácil, uso más eficiente de los recursos, comodidad de los trabajadores y los clientes) y a la vez proteger a estos trabajadores, algunos de ellos los peor pagados de la sociedad, garantizando la igualdad de condiciones.
La aplicación efectiva de las normas vigentes en materia de Derecho del Trabajo es fundamental para lograrlo. Las plataformas pueden argumentar que esto generará costes como posibles aumentos de precios para los clientes o disminución de los beneficios para las plataformas. Pero, aunque le podemos poner muchos nombres, el trabajo de plataforma es, en última instancia, precisamente eso: trabajo. Y debería regularse como tal.
Las plataformas deben centrarse en brindar el servicio que los clientes desean, en lugar de una subasta que ofrece precios más bajos a expensas de los trabajadores. En última instancia, la competencia leal es la clave para impulsar una innovación genuina.
Jeremias Adams-Prassl es Profesor de Derecho en el Magdalen College de la Universidad de Oxford. Coautor del libro ‘Faster than the future. Facing the digital age de Digital Future Society’
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