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Breakingviews
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Por qué se resiste Estados Unidos a la racionalidad sanitaria

No tienen un sistema similar a los europeos por el egoísmo y la confusión de los propios votantes

Bernie Sanders (izquierda) y Joe Biden, los dos favoritos para las primarias demócratas, en un debate el 25 de febrero pasado.
Bernie Sanders (izquierda) y Joe Biden, los dos favoritos para las primarias demócratas, en un debate el 25 de febrero pasado.REUTERS

Cuando los europeos preguntan a los estadounidenses sobre las dificultades de sus vidas, casi siempre surge el tema sanitario. Casi todo el mundo, ya esté sano o enfermo, puede hablar durante lo que parecen horas acerca de facturas, primas, formularios, planes y la última y compleja negociación con esta aseguradora o aquel hospital.

Los europeos suelen quedarse atónitos, y no en el buen sentido. Es cierto que se suelen quejar de sus propios sistemas de salud, algunos de los cuales implican una gran cantidad de papeleo. Pero el coste final de la atención es casi siempre insignificante, los pobres reciben un servicio casi tan bueno como los ricos, y casi todas las historias de terror son más médicas que monetarias.

Una mirada a los números no hace más que profundizar en el asombro europeo. Los cálculos de la OCDE muestran que sus 15 grandes Estados europeos gastaron un promedio del 10% del PIB en atención sanitaria en 2018, con el 12,2% de Suiza a la cabeza. Con un 16,9%, EE UU destaca muy por encima. Y eso sin contar el valor del tiempo que se emplea en discusiones y quejas.

Si el gasto anual adicional de 4.300 dólares por persona de los americanos comprara claramente una salud mejor, los europeos deberían quedarse callados. El sistema podría ser caro, complicado y frustrante, pero tendrían que admitir que hace su trabajo.

No lo hace. La métrica de la OCDE de “años de vida potenciales perdidos”, un índice aproximado de los resultados de la asistencia sanitaria para las personas menores de 75 años, fue un 78% mayor en EE UU que la media de 15 países europeos en 2016, el último año con datos comparables. En el decenio anterior, el dato de EE UU bajó un escaso 4%, muy por debajo del 20% de los europeos.

Para ser justos, las tendencias estadounidenses a la obesidad, el abuso de drogas y la violencia con armas de fuego hacen mucho daño a la salud pública, sin mencionar la mayor debilidad de su estado de bienestar. Los estudios comparativos de los resultados médicos concretos “no apuntan sistemáticamente hacia una peor calidad de atención en EE UU respecto a otros países de la OCDE”. Esa es la conclusión de una encuesta publicada en la revista estadounidense Annual Review of Public Health en 2014. En otras palabras, los americanos pagan un 70% más que los europeos en proporción al PIB para obtener una asistencia sanitaria más o menos igual de buena.

Los europeos informados suelen sugerir que los americanos deberían copiar su propio sistema de salud. A los franceses y alemanes les gusta su mezcla de pagos de seguros basados en los ingresos y la amplia capacidad de elección de tratamientos del paciente. A los británicos les gusta bastante su más monolítico Servicio Nacional de Salud (NHS). Entre los candidatos presidenciales demócratas de EE UU, a Bernie Sanders le gusta un Medicare para todos, que estaría cerca del NHS, y Joe Biden quiere expandir algo parecido al Obamacare, que parece una mala copia de un sistema europeo.

Sin embargo, lo que para los europeos parece una obviedad es un área prohibida para muchos votantes americanos. ¿Por qué? Hay tres explicaciones para el desprecio americano hacia las mejores prácticas de salud global.

La primera es el privilegio. Los americanos con seguros privados muy generosos a veces reciben mejor atención médica que sus pares europeos, y siempre están mejor atendidos que los americanos más pobres. Su deseo de preservar esta ventaja de estatus suele parecer más fuerte que cualquier anhelo de un sistema más eficiente o un compromiso con la justicia social.

Por ejemplo, Tom Steyer, que ha dejado ya la carrera por la nominación demócrata, cree que tiene sentido político oponerse al Medicare para todos. Prometía proteger los generosos “planes negociados por los sindicatos”. La mayoría de los europeos considerarían injusta esa actitud, al igual que los seguidores de John Rawls, el distinguido filósofo político estadounidense que murió en 2002. Pero, contrariamente a las esperanzas de Rawls, la vigorosa defensa de la desigualdad se ha convertido en un distintivo del estilo de vida americano.

Las prácticas enquistadas son la segunda explicación. Los economistas del desarrollo están familiarizados con el problema. A menudo se maravillan de cómo los países pobres se suelen aferrar a mecanismos sociales poco útiles, incluso cuando alternativas bastante fáciles de conseguir traerían claras ventajas para todos, excepto para unos pocos conocedores de la cuestión. El problema es que esos iniciados son generalmente respetados y siempre tienen poder político, por lo que con frecuencia se salen con la suya.

EE UU no es ciertamente un país pobre, pero su debate sobre la atención sanitaria sigue la pauta del enquistamiento. Véase la Asociación Médica Americana, un poderoso lobby médico. Dice que se opone a Medicare para todos para defender “el pluralismo, la libertad de elección [y] la libertad de práctica”. Esas afirmaciones son difíciles de justificar, pero la implantación de un proveedor único y fuerte limitaría sin duda los ingresos de los médicos.

Por último, está la fobia a los impuestos. Este principio estadounidense de larga data, tal vez la enfermedad endémica del país, nubla muchas mentes. La desconfianza en el Gobierno lleva a la gente a no darse cuenta de que el seguro médico privado ya funciona como un impuesto, uno particularmente inicuo. Cuando todos los trabajadores asegurados pagan la misma prima, los ingresos preprima más bajos quedan reducidos en un porcentaje mayor.

Cambiar a un impuesto de, digamos, el 6% de los ingresos, equivaldría a un aumento en el salario neto del 90% de los trabajadores americanos, según el economista Gabriel Zucman. A los relativamente pobres les iría especialmente bien. Para alguien con un seguro médico promedio y un ingreso anual de 40.000 dólares, sustituir la prima por el impuesto sería el equivalente a un aumento salarial del 22%.

Es poco probable que los americanos digan a los europeos que su atención médica es tan ineficiente porque muchos de ellos son egoístas o están confundidos. Pero eso está dolorosamente cerca de la verdad.

Los autores son columnistas de Reuters Breakingviews. Las opiniones son suyas. La traducción, de Carlos Gómez Abajo, es responsabilidad de CincoDías

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