Un oscuro invierno demográfico de serias consecuencias para el futuro
Las encuestas y la evolución de la tasa de fecundidad apuntan a que los condicionantes socioeconómicos dificultan seriamente, o al menos no favorecen, la natalidad
El progresivo declive experimentado en el número de nacimientos registrados en la población española desde mediados de la década de los setenta ha situado a España como el segundo país de Europa con la tasa de natalidad más reducida –1,26 hijos por mujer–, solo superado por Malta. Los últimos datos, correspondientes a 2018, apuntan a una cifra de 372.777 nacimientos, niveles no registrados desde 1998 y un 5% más bajos que en 2017. Los resultados son aún más desalentadores si se examina el balance del primer semestre del año, que se saldó con 170.000 nacimientos, una cifra que no se registraba desde el primer semestre del año 1941, cuando España estaba sumida en la posguerra y arranca la serie histórica del INE. La última crisis económica no ha hecho sino agravar aún más un problema que no es nuevo, que se explica por un conjunto heterogéneo de causas y que tiene unos riesgos muy concretos, entre ellos, financieros y económicos. La combinación de una bajísima tasa de natalidad con una cada vez mayor longevidad constituye una bomba de relojería demográfica para cualquier sociedad y un serio problema de sostenibilidad financiera para una economía asentada en el Estado del bienestar.
La última encuesta de fecundidad del INE, de 2018, en la que se examinan las causas del bajo número de nacimientos, concluye que a partir de los 35 años las mujeres señalan razones laborales y económicas, así como a dificultades para conciliar la vida familia y laboral, como los principales motivos por los que tienen menos hijos de los deseados. Pese a la creciente atención que la legislación laboral y el tejido empresarial presta a las políticas de conciliación, los resultados de las encuestas y la evolución de la tasa de fecundidad confirman que los condicionantes socioeconómicos en la sociedad española siguen dificultando seriamente, o al menos no favorecen, la natalidad.
Al contrario que en otros países europeos, España ha rehusado hasta el momento la puesta en marcha de políticas sólidas para paliar el problema, que favorezcan de forma efectiva y no solo nominalmente la conciliación del trabajo y el cuidado familiar, que faciliten la emancipación de los jóvenes y reduzcan las altas cotas de precariedad del mercado laboral. Un país con una tasa de nacimientos equivalente al de una sociedad de posguerra y al tiempo unos estándares de protección social y bienestar propios de una economía desarrollada tiene un serio problema de futuro, que no se resuelve únicamente con reformas en los sistemas de previsión social, sino que requiere de una política demográfica sensata y racional, que tenga en cuenta los retos de una sociedad cada vez más envejecida.