Ya es hora de que abandonemos el comodín del fraude fiscal
Los políticos esgrimen el problema en sus programas, pero las recetas para reducirlo tienen que ser realistas y huir del sensacionalismo
El concepto y la cuantificación del fraude fiscal sirve para todo. Es frecuente que se utilice en los programas políticos para cuadrar el importe del gasto público y, si los ingresos tributarios anuales no llegan para financiar los servicios, pues se añade lo que, teóricamente, se podría obtener de la lucha contra el fraude.
También se esgrime la cuantía del fraude fiscal para argumentar la poca eficacia de las Administraciones tributarias, y estas, a su vez, presentan todos los años unas cifras que supuestamente obedecen a la lucha contra el fraude y que superan las del ejercicio anterior para así poder sacar pecho.
La cuantificación de la economía sumergida, y la pérdida de recaudación que origina, arrojan importes muy diferentes según los métodos de estimación –no es posible saber el importe exacto precisamente por tratarse de actividades opacas– y según quienes realicen los estudios. Respecto al fraude fiscal, para empezar, ya es difícil ponerse de acuerdo en su definición, aunque se podría convenir que es algo similar a la evasión fiscal y consiste en el incumplimiento de la obligación de pago de los tributos o cotizaciones sociales realizado de manera consciente mediante la inobservancia de las normas legales o la realización de artificios engañosos para eludirlas, así como la obtención indebida de subvenciones o ayudas. Por lo tanto, estamos hablando de una pérdida de recaudación por la existencia de economía sumergida, pero también por otras prácticas elusorias –fraudulentas o no– de los agentes económicos integrados en el sistema.
En lo que se refiere a la economía sumergida y su secuela de fraude fiscal, nos encontramos con trabajos, por ejemplo del profesor Schnider –una autoridad en la materia– que apuntan cifras de economía sumergida en torno al 20% para España, lo cual puede suponer una pérdida de recaudación en torno a 60.000 euros –al aplicar al volumen de economía sumergida el porcentaje de presión fiscal–. No obstante, se deberían introducir correcciones porque, primero, en la economía sumergida se engloban actividades no remuneradas –como los trabajos para uno mismo o ayudas a familiares– y, segundo, también el producto de la economía sumergida paga determinados impuestos como los indirectos.
Por otra parte, sorprende que el estudio de la UE, correspondiente a 2018, cifre el fraude por IVA –VAT Gap– en nuestro país como uno de los más bajos de la zona, un 2,4% –1.806 millones de euros en términos absolutos–. Desde luego, aunque las cifras del monto de recaudación perdida por fraude fiscal se muevan en un rango amplísimo, que podríamos evaluar entre 15.000 y 60.000 millones de euros, en todo caso se trata de importes que, además de dificultar el saneamiento de las cuentas públicas o la mejora de nuestro Estado del bienestar, desaniman a los contribuyentes cumplidores y pueden crear problemas de competencia empresarial. Ahora bien, las recetas para intentar minimizar el fraude no son mágicas, sin que se pueda perder de vista lo avanzado hasta la fecha y que las Administraciones tributarias van implantado medidas muy potentes como el suministro inmediato de información en IVA y algo parecido respecto a los impuestos especiales, las notificaciones electrónicas obligatorias para la mayor parte de las personas jurídicas, las restricciones a los pagos en efectivo, la obtención de información periódica en el ámbito interno y, sobre todo, internacional, obteniéndose resultados impensables hace una década. Está por ver qué incidencia tendrá la nueva obligación impuesta por Europa de informar, por intermediarios u obligados interesados, de mecanismos transfronterizos potencialmente agresivos –DAC 6–.
Capítulo aparte merecen las posibilidades que da la utilización de las nuevas tecnologías rastreando en páginas web y en las redes sociales operaciones con trascendencia tributaria, o la aplicación de la inteligencia artificial al seguimiento y selección de contribuyentes de alto riesgo fiscal.
Desde nuestro punto de vista, también se puede avanzar en otros aspectos: la necesaria labor de concienciación ciudadana, atendiendo especialmente a los jóvenes, mejorando la formación en este sentido desde las primeras etapas del sistema educativo; aumentar la calidad en el trabajo de las Administraciones tributarias, porque regularizaciones más consistentes evitan que se planteen recursos y reclamaciones y tienen un efecto disuasorio para el futuro; primar las regularizaciones voluntarias y la resolución amistosa de conflictos; intensificar las actuaciones preventivas; potenciar los pagos electrónicos, mejorar la calidad normativa; intensificar la difusión de los criterios administrativos, tanto en la interpretación de las normas tributarias como transparentando los criterios de regularización que se piensen aplicar; potenciar los pagos electrónicos; o avanzar en la relación cooperativa.
En este último punto queda camino por recorrer en el terreno de las grandes empresas –148 ya se han adherido al código de buenas prácticas– y más aún si se trata de pymes. En definitiva, se debería huir de utilizar el fraude a modo de comodín, y seguir intentando reducirlo de manera constante y seria, prescindiendo de medidas sensacionalistas, adaptándose a una realidad cambiante que irá planteando nuevos retos, y sin perder de vista que minimizar el fraude es la mejor manera de maximizar la equidad fiscal.
Jesús Sanmartín Mariñas es Presidente del REAF del Consejo General de Economistas