Festivales de música, la mina de oro del último decenio
Estos eventos sostienen el aumento de recaudación del 59,6% del sector desde 2008, según la SGAE
Llovió. Llovió como casi nunca, como solo volvería a hacerlo 11 años después. En el Extremúsika de 2008, un macrofestival de rock celebrado en Cáceres, diluvió de tal manera que los organizadores se vieron obligados a cancelar el evento y devolver parte del importe de su entrada a los 20.000 asistentes que había allí congregados. La casualidad quiso que en 2018, con el retorno del festival a Cáceres, la lluvia volviera a ser protagonista. Pero ya no eran solo 20.000 asistentes, sino 40.000, y los tres días de conciertos pudieron celebrarse con éxito. Entre un evento y otro no solo hubo experiencia acumulada, sino la explosión de toda una industria que ha sostenido el aumento de la recaudación de música en vivo en España en el último decenio.
En aquel Extremúsika infernal de hace 12 años estuvo Francisco José Arroyo, que a sus 28 años es todo un veterano de guerra en el mundo de los macrofestivales. Aquella fue la primera de sus muchas experiencias en eventos similares: “Recuerdo que aquel camping era tercermundista. Llevábamos cualquier móvil barato porque sabíamos seguro que se nos iba a romper, y la seguridad era casi inexistente”. Hoy, reconoce, la situación es completamente distinta: “Ahora hay mucho postureo. Antes, las marcas no se metían, y ahora hay incluso escenarios con nombres de empresas. Estos eventos han crecido a un ritmo tremendo”.
Así lo refleja el último informe de la SGAE, que cifra en casi 329 millones de euros la recaudación de la música en directo en el país en 2017, cuando en 2008 esta apenas superaba los 206 millones: en total, un aumento del 59,6%. Pero el dato tiene truco. Si se descuentan los macrofestivales, la recaudación de música en vivo en 2017 ronda los 155 millones de euros, lo que supone un descenso del 5% con respecto a los 163 millones recaudados en 2008. Así, los grandes eventos de música suponen una recaudación de 174 millones: el 52% del total.
La sombra de una posible burbuja en el mundo de los macrofestivales planea enseguida cuando Arroyo se para a analizar el estado del sector. También cuando lo hace Blanca Ortiz, de 26 años, otra festivalera curtida entre montones de tiendas de campaña, arena y decibelios. Su primer festival fue un En Vivo celebrado en la localidad madrileña de Getafe en 2010: “Aquello era la nada, casi no había ni civilización”, recuerda entre risas. Y, sin embargo, era mejor que lo que se encuentra muchas veces hoy en día: “Yo estoy esperando a que les explote la burbuja, porque se les está yendo de las manos. Tiran muy por lo bajo. Antes ibas al festival a sobrevivir, pero tenías un mínimo. Están llegando nuevos festivales que son más caros y además son peores”, explica. Como botón de muestra, la mala experiencia que tuvo hace tres años en un Alrumbo celebrado en Cádiz: falta total de agua que llevó a algunos asistentes al borde de la deshidratación, una playa muy anunciada pero casi inexistente, número de salidas escasas y, sobre todo, una zona de aparcamiento que daba a una pequeña carretera secundaria que se colapsó cuando los 150.000 asistentes quisieron abandonar el recinto. Desesperados tras tres horas sin moverse, su grupo de amigos optó por la heterodoxia: meterse campo a través con un coche que no se averió de milagro.
Experiencias así no son casos aislados. Lo saben bien los propios organizadores, que no dudan en denunciar la falta de profesionalidad de muchos advenedizos que han acudido al negocio llamados tan solo por el olor del dinero: en 2017 hubo seis millones de festivaleros, cifra que superó los cinco millones de 2016, según datos de la SGAE. Es el caso de Filippo Giunta, el organizador del Rototom, el festival de reggae de Benicasim: “Hubo un momento en que un festival parecía algo sencillo de hacer y se metió mucha gente sin experiencia. No hay público para tantos, y muchos se lo tendrán que plantear. Habrá una selección natural, solo quedarán los festivales que de verdad amen la música”, vaticina, al tiempo que asegura que este tipo de eventos han trascendido ya el cartel de los artistas invitados para convertirse en un espacio de encuentro. Un ejemplo es el propio Rototom, que aglutina asistentes de más de 100 nacionalidades. Esta diversidad no es impedimento, sin embargo, para que el festival sea también un reflejo de la explosión de la industria en España: si hace 10 años el 20% de los asistentes al Rototom eran españoles, ahora lo son al menos la mitad, según explica Giunta.
Un futuro entre la criba y la experiencia
Cristina Rodríguez, involucrada en la organización de festivales como el Low, el Spring Festival o el GetMad, entre otros, se apunta a la tesis de que la experiencia y los espacios compartidos por los asistentes terminarán ganando la partida al cartel: “Veo un futuro profesionalizado. La tecnología hará que los asistentes sean parte integral del festival. Creo también que los festivales se abrirán a todos los públicos y serán más sostenibles económicamente para las ciudades que los acogen. Tenemos que conseguir que dejen de vernos como un elemento invasor para que pasen a alegrarse de que por fin llegue el festival”.
Pero los organizadores advierten: si quieren que en el futuro brille el sol, las instituciones deberán poner más de su parte. En concreto, el pasado 1 de agosto, en un comunicado emitido por la Asociación de Festivales de Música –FMA, por sus siglas en inglés–, de la que forman parte el FIB, el Sónar y el BBK, entre otros muchos, reclamaron uniformidad a nivel nacional: “La FMA hace un llamamiento urgente para impulsar una normativa que elimine las inseguridades jurídicas que cada año se encuentran estos festivales a través de, entre otros, una eliminación de trabas burocráticas innecesarias”, reza el escrito. Consultadas por este periódico, fuentes del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música, dependiente del Ministerio de Cultura, afirman que el esfuerzo descentralizador responde a un intento por acercar la Administración a los territorios, al tiempo que, como muestra de su compromiso con este tipo de eventos, recuerdan algunas de las ayudas públicas adjudicadas a algunos macrofestivales: 15.000 euros al Primavera Sound, otros 15.000 euros al Sónar y 10.000 al Rototom, entre otros. Por ahora, la discrepancia entre unos y otros está servida, igual que la batalla entre los festivales por pasar la criba del transcurso del tiempo y permanecer en la cresta de la ola. En España, lucharán por lo que quede de la mina de oro.
Números de una explosión
Crece la recaudación, pero no la asistencia. Una de las peores noticias que ofrece el Anuario de la SGAE en relación a los eventos de música popular en vivo es que, a pesar del aumento en la recaudación de casi el 60% con respecto a un decenio antes, el número de asistentes no responde a esta misma dinámica positiva. Así, 2017 registró casi 21 millones de espectadores, algo mejor que los 20 millones de 2016, pero muy lejos aún de los 33 de 2008.
Síntomas de agotamiento. Tras cinco años consecutivos de crecimiento en el sector, y después de obtener cifras récord en 2018, algunos de los festivales más importantes de España ofrecen motivos para pensar en un techo. A falta de los macrofestivales de agosto, durante este mes de julio el FIB ha pasado de 170.000 asistentes a 114.000; el Sónar, de 126.000 a 105.000, y el Mad Cool, de 240.000 a 186.000. Por ahora, solo el Viña Rock ha mantenido el tipo y se ha ido de los 210.000 a los 240.000 este año.