Con el Plan de Estabilización empezó todo ...hace 60 años
En julio de 1959 España enterró la autarquía falangista, se abrió a la inversión exterior y a la competencia y disparó el PIB
Esto no lo sabía yo!”, respondió alarmado Franco a su ministro de Comercio, Alberto Ullastres, cuando le comentó en la primavera de 1959 que la situación del Instituto Español de Moneda Extranjera era alarmante: “No disponemos de un solo dólar para pagar las importaciones más imprescindibles y perentorias”, y dio luz verde a la elaboración de un plan de apertura económica que a nivel técnico estaba ya armado con las instituciones económicas internacionales, pero que él disimulaba no conocer. Así relataba en un detallado ensayo a principios de este siglo Pablo Martín Aceña la génesis del Plan de Estabilización que en julio de 1959, hace ahora 60 años, enterraba a regañadientes la autarquía nacionalista que tenía maltrecha la economía para abrirla a los mercados exteriores, permitir la inversión extranjera y disparar el crecimiento durante dos generosas décadas. Entre 1960 y la muerte del dictador, en 1975, la economía española creció de manera sostenida a una media del 7%, solo superada entonces por Japón, y dio el primer paso para incorporarse al engranaje liberal de las economía europeas con pasos sucesivos (CEE, mercado único y unión monetaria), que supusieron, siempre, un salto cuantitativo y cualitativo en la generación de riqueza.
La dictadura franquista había logrado sacudirse en los 50 el aislamiento de postguerra con la apuesta que los EE UU hicieron por España en un momento en que la guerra fría alcanzaba su temperatura más alta, y había arrancado ya un pacto económico y militar que le proporcionaba una inyección nada despreciable de recursos para hacer frente a las importaciones energéticas en un país de economía cerrada como la española. El pacto con los americanos supuso en términos económicos una inyección de créditos de 1.500 millones de dólares, que blanqueaban un programa de ayuda militar y el despliegue de las bases americanas en suelo español.
De alguna manera, España se aferraba a su particular plan Marshall, tras haber pasado de largo el que el secretario de Estado norteamericano había diseñado para sacar a Europa de la penuria tras la Segunda Guerra. La economía española era la más pobre de Europa e instentaba sobrevivir con el modelo de autarquía nacionalista ideado por la Falange a imagen del que en Italia puso en marcha el fascismo antes de la guerra.
Una economía devastada por la guerra pretendía salir a flote con un mercado cerrado y un desarrollo industrial provinciano estatalizado, donde la escasez de la oferta disparaba unos precios que se corregían de inmediato con subidas de sueldos, y donde las divisas escaseaban para atender las importaciones necesarias. Las autoridades que se habían hecho cargo de la economía en 1957, los tecnócratas del Opus Dei, Mariano Navarro Rubio (Hacienda), Alberto Ullastres (Comercio) o Laureano López Rodó, habían logrado desplazar intelectualmente al menos a la vieja guardia falangista y habían puesto ante el espejo la alarmante situación real. Con la ayuda del Fondo Monetario (al que pertenecía España desde julio de 1958), y de la OCDE, con los exitosos ejemplos de la estabilización de Reino Unido, Turquía, Francia o Chile en los dos años precedentes, y con la amenaza cierta de suspensión de pagos internacionales, lograron poner en marcha el plan de reformas, que fue aprobado por decreto de 21 de julio de 1959, y que había sido redactado genéricamente por el economista catalán Juan Sardá y el representante en Europa del FMI, el francés Gabriel Ferras, con la colaboración de Fuentes Quintana.
A la vez que Bahamontes, el más heterodoxo de los ciclistas, asaltaba el Tour de Francia, España se adentraba en la ortodoxia económica con un programa que contenía un plan de liberalización, uno de acción monetaria y otro de austeridad fiscal y de costes. Se establecía la convertibilidad de la peseta, a la vez que se devaluaba de 42 a 60 unidades por dólar; se elevaban los tipos de interés y se restringían los créditos; se secaban los salarios para frenar la inflación; se prohibía la pignoración automática de la deuda pública en el Banco de España, que era una base de liquidez crediticia inflacionista; se subieron los impuestos, se recortaba el gasto público y se creaba el subsidio de paro; se liberalizaba la entrada de inversión y se abrían los sectores productivos a la competencia y al comercio internacional; y se establecía la libertad de fijación de precios.
Dado que se trataba de un plan de choque liberalizador, pero que llevaba aparejado un severo plan de austeridad que podía llevar a la economía a la recesión (como así ocurrió al principio) se cumplimentó con un paquete generoso de ayuda externa: 554 millones de dólares, aportados por FMI, OCDE, gobierno de EE UU y banca privada americana, una cantidad que suponía la mitad de lo que entonces eran los ingresos fiscales anuales del Estado.
Los efectos sobre las cuentas públicas y la posición internacional de las reservas fueron inmediatos, aunque en los primeros trimestres se registraron descenso de la producción, que se recuperarían ulteriormente hasta encadenar más de 15 años de avance del PIB superior al 7%. Se controló la inflación; se abrieron las puertas a un fenómeno nuevo del que España sigue viviendo todavía hoy, como es la gallina del turismo internacional, que sigue poniendo huevos de oro; se inició un proceso de emigración paralelo por la fuerte atracción que ejercían las economía europeas; y se establecieron las bases de la liberalización de los mercados, aunque fuese de manera modesta. Hoy, 60 años después de aquel verano, puede decirse que entonces empezó todo, lo que puede considerarse una historia de éxito que se ha prolongado hasta hoy, o la simple réplica del itinerario seguido por las economía más industrializadas del mundo con las que España está integrada.
El Plan de Estabilización no resolvió todos los problemas, aunque ayudó a su digestión; pero sí sabemos que de no haber apostado por él, ni se habría producido la explosión de progreso de país emergente de los 60, ni seguramente la transición a la democracia en los 70 habría sido tan poco traumática. La liberalización no limpió el campo de corruptelas administrativas, dirigismos empresariales y cotos cerrados para determinadas actividades, porque es imposible lograrlo en una economía repleta de los vicios reflejados en La Escopeta Nacional; pero logró cotas de renta per cápita tales que enterraron para el futuro el sustrato revolucionario propio de los años de la República, aunque no fuesen suficientes para precipitar el cambio político antes de la desaparición vegetativa del dictador. Estimuló, eso sí, el sindicalismo sin quererlo, que se convirtió en el principal polo de oposición política en la dictadura.
Lo que sí podemos imaginar es qué habría pasado si el plan no se abre paso en el verano del 59, si las camisas azules se hubiesen impuesto a las tesis de Fuentes, Ullastres, Navarro Rubio y Juan Sardá. El historiador Martín Aceña, en el ensayo reseñado más arriba hace varias proyecciones y en todas ellas España salía perdiendo. Para ilustrar, basta imaginar que sin plan del 59, y de haberse mantenido el ritmo de la economía de los 30 años primeros del siglo durante los cuarenta que siguieron a la Guerra Civil, en 1975 el PIB sería un 66% inferior al que resultó ser. De otra forma: sin plan del 59, en 1975 el PIB sería la mitad del que lograron generar los españoles con el Plan de Estabilización.
Lo ocurrido después tampoco es cosa de broma, pues España ha acumulado desde que superó la larga crisis energética e industrial uno de los más exitosos avances de riqueza de la OCDE. Y ha sido en estas décadas cuando el crecimiento ha sido más inclusivo y la generación de riqueza más democrática. De hecho, ha costado muchos años y sucesivos procesos de integración en la economía internacional para ir limando los vicios económicos franquistas, muchos de ellos enraizados en los años del desarrollismo castizo, en el que la peseta rubia soportaba todos los desequilibrios de costes, inflación y pérdida de capacidad competitiva con sucesivos recortes de su valor.
Pero en los tres primeros lustros tras el plan de Sardá y Fuentes, la producción anual se multiplicó por 9,3 veces, así como la renta per cápita, que superó los 2.000 dólares, y el consumo por habitante. Todas las variables iniciaron una vertical desconocida hasta entonces, que solo se frenó con la devastadora recesión iniciada en 2008.