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Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Butterfield, el poder de acertar errando

Slack, el segundo proyecto ‘fallido’ de su creador, se prepara para salir a Bolsa con un valor de 6.300 millones de euros

Hogue

El joven David Butterfield, padre del fundador de Slack, está hecho un lío. Mayo del 68 le ha cogido joven, y sus ideales de amor, paz y libertad chocan frontalmente con la carta que acaba de recibir, que reza en su primera línea: “Saludos, ahora eres miembro del mejor cuerpo de combate del mundo”. Le toca ir a Vietnam. Superada la instrucción, una noche, sin previo aviso, Butterfield cruza la frontera con Canadá<. Lo hace sin un dólar en el bolsillo y renunciando a una prometedora carrera militar –sin saber muy bien cómo, ya era sargento– para no combatir en una guerra que por aquel entonces se concebía como fácil. Acabó okupando una cabaña en una aldea jipi que no tenía agua ni electricidad. Había indicios para pensar que no había tomado la mejor decisión. Error. Si hay un rasgo que caracteriza a los Butterfield es su capacidad de acertar cuando todos, incluídos ellos mismos, creen que se han equivocando.

Mientras miles de compatriotas morían en la guerra, David conoció a Norma Butterfield y juntos criaron al pequeño Dharma, que a los 7 años accedió a su primer ordenador, a los 10 ya podía programar con soltura y a los 12 se rebautizó como Daniel Stewart Butterfield (1973, British Columbia, Canada): ”Fue el nombre más normal que encontré. Hoy me pondría otro, no hay grandes hombres que se llamen Stewart”, confesaría años más tarde en un extenso reportaje en el que abordó toda su historia personal y familiar para el portal Wired con motivo de la apertura de las oficinas de Slack, una compañía que hoy acumula un valor de 6.300 millones de euros y se prepara para salir a Bolsa.

Pero antes, la vida de Butterfield daría unos cuantos giros. El primero se produjo tras un solitario viaje por China llevado a cabo a los 16 años que le acercó a la filosofía de forma decisiva. Pensadores como Spinoza le sedujeron hasta el punto de que finalmente, mientras trasteaba en sus ratos libres con los ordenadores de la facultad y ganaba algo de dinero diseñando alguna que otra web rudimentaria, se graduó en esta disciplina en 1996 en la Universidad de Victoria. A finales de la década, cuando ya preparaba su doctorado sobre Filosofía de la mente, se produjo otro evento crucial: la explosión de internet. Otro giro.

Al joven filósofo, hijo de jipis, la mera idea de que existiera una red que permitiera interconectar las opiniones de comunidades con una capacidad exponencial para crecer y relacionarse le resultó irresistible. En 2002, junto con la que sería su esposa hasta 2008, Caterina Fake, y el programador Jason Classon, fundó Ludicorp, una compañía dedicada a desarrollar Game Neverending, un videojuego concebido para no terminar jamás. La idea resultó demasiado extraña y nunca cristalizó, pero una de sus características, compartir fotos con la comunidad, se convirtió en el germen de lo que luego fue Flikr, una plataforma que, a comienzos de los 2000, marcó la transición hacia la web 2.0: de las páginas estáticas a las primeras etiquetas y los primeros hashtags, de tener que identificarse siempre a acceder solo con un click. Puro estilo Butterfield: acertar errando.

En 2005, Yahoo compró Flikr por más de 20 millones de euros. Pero para comienzos de 2009 Butterfield ya tenía otros planes. Junto con algunos de los antiguos fundadores de Flickr, creó Tiny Speck para programar, ahora sí, Glitch, el videojuego masivo definitivo, en el que los jugadores debían aprender juntos habilidades como hornear o meditar. Para ello, contó con más de 15 millones de euros de financiación: “La tecnología estaba más desarrollada, los servidores eran más baratos y nosotros éramos mejores que en 2002, cuando lo intentamos la primera vez. No podíamos fallar”, explicó el empresario en una entrevista en 2017 con Ryan Smith, consejero delegado de Quatrics. Fallaron, pero lo hicieron al modo Butterfield.

Una de las tecnologías desarrolladas por los programadores para mejorar la comunicación interna de la empresa terminó siendo la base de Slack, una plataforma de mensajería que se sincronizaba sin dificultad con otras aplicaciones, se abría indistintamente en móvil u ordenador, permitía crear canales distintos de comunicación y, sobre todo, ofrecía la posibilidad de prescindir del email. Tras salir en agosto de 2013, Slack logró 120.000 usuarios la primera semana, creció a un ritmo de entre el 5% y el 10% semanal y apenas un año después ya acumuló ingresos por valor de 1,3 millones de euros y 53 millones en fondos de capital riesgo. Slack es hoy una plataforma con 88.000 clientes que pagan por sus servicios y 1.500 empleados.

Para Butterfield, se trata de un momento clave. The New York Times estima que la salida a Bolsa de la plataforma–que no podrá a la venta nuevas acciones, sino que jugará con el valor de las existentes– se producirá el próximo 20 de junio, y en la memoria colectiva están vivos aún los fiascos de otras salidas de empresas apoyadas en la tecnología como Uber y Lyft. No son pocos los analistas que juzgan este movimiento como un error. Quienes lo hacen, probablemente desconocen que, para los Butterfield, error y acierto son casi sinónimos.

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