El envejecimiento de las infraestructuras, como síntoma
Refleja la tendencia de los Gobiernos a guiarse poco por retos a medio y largo plazo
Tras una fase fuertemente expansiva desde 1995, la inversión pública se redujo un 57% entre 2009 y 2014 con la llegada de la crisis, habiéndose mantenido en toda la última década en niveles inferiores a los de finales del siglo XX. Las dificultades de traspasar ciertos límites en los recortes del gasto en pensiones, sanidad o educación han trasladado la presión de los ajustes del gasto público a otras partidas como las infraestructuras, una situación que ha perdurado incluso durante los años de recuperación. Esa trayectoria bajista la comparten todas las administraciones –central, autonómica y local– y todos los territorios. Las causas e implicaciones de ese proceso deberían ser contempladas en los análisis de la evolución y perspectivas de las distintas funciones del gasto y el déficit público, porque ponen de relieve deficiencias relevantes en el diseño y ejecución de las políticas.
La primera observación que merece la trayectoria de la inversión pública es su carácter marcadamente procíclico. En este sentido, la gestión del gasto en infraestructuras se sitúa en las antípodas de las aspiraciones keynesianas de usar la inversión pública como instrumento de estabilización, para moderar las oscilaciones de la actividad y el empleo derivadas de la propensión de los mercados a generar episodios de euforia y depresión.
Pero para desempeñar ese papel, y no el contrario como con frecuencia sucede, los Gobiernos necesitan gestionar sus presupuestos con horizontes más largos que los electorales. Les ayudaría a hacerlo comprender que las cuentas públicas necesitan basarse en reglas de prudencia la mayor parte del tiempo porque solo así es financieramente posible salirse de esas reglas en momentos en los que la necesidad verdaderamente lo justifique. Sin embargo, con demasiada frecuencia los políticos consideran que siempre hay necesidades que justifican gastar más de lo que se recauda, ignorando el riesgo de no poder hacerlo cuando es verdaderamente urgente para frenar las recesiones. Un ejemplo de que esos riesgos son reales es que las inversiones hubieron de reducirse a la mitad hace diez años para embridar un déficit disparado. En otras condiciones financieras se hubiera podido mantener la inversión –o aumentarla– para frenar la caída de la actividad y el aumento del desempleo.
Afortunadamente, la reciente caída de la inversión se produce cuando nuestro nivel general de infraestructuras es ya elevado, de los más altos entre los países desarrollados. Basta viajar para comprobarlo, pero también lo confirman los datos. Gracias a los recursos llegados de la UE, las mejoras en este sentido de las últimas décadas han sido enormes, en todo tipo de activos y en todos los territorios. Faltan piezas que no debieron retrasarse tanto –como completar el corredor mediterráneo de ferrocarril– y también se han realizado inversiones de dudosa justificación –como reflejan las bajas tasas de utilización de algunas líneas de alta velocidad o el rescate de ciertas autopistas de peaje con escasa demanda–, ejemplos que recuerdan la necesidad de realizar análisis coste-beneficio, serios e independientes, de los proyectos. Pero desde luego no padecemos un déficit general de dotaciones, ni estrangulamientos generalizados de sus servicios.
Debería preocuparnos, en cambio, la insuficiente inversión de mantenimiento y reposición de los capitales públicos. España acumula inversiones públicas y privadas muy importantes que, obviamente, se deprecian con el paso del tiempo. La Fundación BBVA y el Ivie estiman el capital total acumulado en 3,28 billones de euros en su reciente informe El stock de capital en España y sus comunidades autónomas. Evolución de la edad media de las inversiones y envejecimiento del capital.
Un 9,9% de los capitales, 326.000 millones, son infraestructuras públicas, con vidas medias de 40-50 años. Siguiendo criterios internacionales, la depreciación anual de esas infraestructuras desde 2010 se eleva a casi 16.000 millones de euros, una cifra más alta que la inversión bruta media de la última década (14.800 millones). Así pues, en estos años la inversión pública no cubre las necesidades de mantenimiento y reposición de las infraestructuras y la inversión neta es negativa. En consecuencia, el valor de estos capitales públicos ni siquiera se mantiene, sino que se ha reducido casi un 6% desde que comenzaron los ajustes.
Una consecuencia importante de la inversión neta negativa es que el stock va envejeciendo, al pesar cada vez menos las generaciones de infraestructuras más recientes. Los datos disponibles empiezan a reflejar ese proceso: en 2007 solo el 14% de las infraestructuras tenían más de veinte años de antigüedad y en 2016 la cifra se elevaba al 24%. Si la trayectoria de baja inversión de la última década continuara hasta 2030 el envejecimiento avanzará con fuerza: el 47% de las infraestructuras tendrá al menos 20 años, y ese porcentaje será superior al 50% en las infraestructuras viarias (51%), hidráulicas (71%) y ferroviarias (52%).
El envejecimiento de las infraestructuras en España es un síntoma de la tendencia de nuestros Gobiernos a guiarse poco por los retos del medio y largo plazo. Refleja las estrecheces presupuestarias de un país que quiere gastar como otros sin convencer a los contribuyentes de que para hacerlo es necesario pagar más impuestos. Refleja también que la modernización de nuestras infraestructuras se financió en buena medida con fondos europeos, que ahora ya no llegan con la misma intensidad. Cuatro son pues, al menos, los retos para la inversión pública: evitar su perfil procíclico; mantenerse a un nivel que cubra al menos la depreciación del capital; financiarse adecuadamente; y asegurar la productividad de los proyectos.
Francisco Pérez es catedrático de economía y director de investigación del Ivie