Madrid Central, ¿anticipo del futuro o precipitación?
Un vistazo a la historia prueba que planificar el mañana de las urbes es una apuesta de riesgo
La entrada en vigor de la zona de tráfico restringido Madrid Central ha reabierto el debate sobre la sostenibilidad de nuestras ciudades, cuando aún resuena el eco de las reacciones a la Ley de Transición Energética. La actuación de la alcaldesa Carmena cuenta con entusiastas y detractores. Para muchos era una decisión esperada y exigible, que mejorará la calidad del aire que respiran los madrileños. Otros argumentan que es improvisada y que solo exportará el problema a otros barrios, mientras perjudica al comercio local. Es pronto para concluir en un sentido u otro, pero la polémica está servida.
¿Son medidas como Madrid Central un inevitable anticipo de lo que vendrá? Frente a la reacción drástica ante situaciones aparentemente insostenibles, la revisión de la historia sugiere que a veces puede ser beneficioso un análisis más pausado y largoplacista. El profesor e historiador Stephen Davies relata en un artículo publicado a través de la Fundación para la Educación Económica un episodio que lo ilustra.
Según Davis, en 1898 Nueva York acogió la primera conferencia internacional sobre planificación urbana. Este evento, una suerte de adelantado precursor de la Smart City Expo, reunió durante tres días a diferentes delegados internacionales. Su objetivo era debatir los retos que mostraban entonces sus ciudades y a finales del siglo XIX un problema destacaba por encima de otros: el estiércol de caballo.
Con la revolución industrial y el consiguiente desarrollo urbano que impulsó, el caballo había pasado a ocupar un papel predominante como medio de transporte de personas y mercancías. En 1880, cerca de 150.000 de estos animales transitaban por la ciudad.
A pesar de su utilidad, pronto demostró tener otros inconvenientes. Los caballos paseaban a veces libremente por la ciudad, causando complicaciones y malestar. Cada caballo consumía tres toneladas de avena por año, lo que obligaba a disponer de millones de hectáreas de cultivo para alimentarlos. A 10 kilos de excrementos por animal y día, la ciudad veía cómo sus calles se iban cubriendo de un molesto problema. Se generaban olores, moscas –se estima que llegó a haber más de 3.000 millones en Estados Unidos en esa época– e insalubridad. La angustia por la situación llegó a ser tal, que un experto de la época predijo que en 30 años no sería posible vivir en Manhattan por debajo de un tercer piso.
La cumbre de 1898 concluyó sin soluciones y las autoridades de entonces vieron claro que debían actuar para amortiguar la insostenible situación. Se promovió el uso de carruajes públicos. Se limitó el tránsito libre de los caballos. Se organizaron brigadas para retirar y reciclar los excrementos. Llegó a aparecer la profesión del barrendero de pasos, que a cambio de una pequeña suma ofrecía sus servicios a quien quisiera cruzar una calle. Estas medidas expeditivas ayudaron, pero no resolvieron el atolladero.
La solución finalmente llegó del lugar menos esperado: el automóvil. Aparecido a finales de siglo, en 1912 el número de coches en la ciudad ya superaba al de equinos. En tan solo cinco años la era del caballo como medio de transporte pasaba para siempre a la papelera de la historia y el automóvil empezaba a escribir el nuevo capítulo que ha durado hasta nuestros días (en Madrid Central, como sabemos, hasta la semana pasada)
Aunque afortunadamente un episodio como el que relata Davis parece hoy lejano y exótico, no es menos cierto que las ciudades actuales presentan todavía muchos retos de sostenibilidad. Como muestra, un botón: los entornos urbanos generan el 75% de las emisiones de CO2, consumen el 75% de los recursos naturales y utilizan más del 60% de la energía que se produce en el mundo.
Mientras que la contaminación del automóvil llama nuestra atención por su visibilidad cotidiana, otros problemas urbanos, como el ineficiente uso del agua (en España se derrocha cerca del 23% del agua de consumo –solo el 7% en Madrid) o la pobre gestión energética (los edificios urbanos consumen el 40% de la energía mundial), son temas a veces relegados a un debate secundario.
Nuestra limitación cuando pensamos en solucionar las disfunciones de las ciudades es que no siempre somos capaces de imaginar lo que traerá el futuro, o de ponerlo en marcha ordenadamente a medida que viene. Hoy hablamos mucho de smart cities, pero las ciudades actuales son aún bastante analógicas en la forma de procesar sus retos. Soñamos con coches autoconducidos, pero prohibimos la circulación de los que tenemos en la actualidad, aunque algunos sean muy eficientes y sostenibles.
¿Realmente sabe alguien cómo nos moveremos, como nos abasteceremos de energía, agua o alimentos, o cómo y dónde viviremos dentro de 50 años? Hace 30 años pocos sabíamos lo que era internet y hoy no podríamos entender el mundo sin esta invención. Es posible que los Edisons, Fords o Maries Curies de nuestra generación, que deben imaginar las soluciones y descubrimientos que harán mejores las metrópolis del mañana, aún no hayan nacido, pero hay multitud de tecnologías y soluciones válidas que podrían ayudar.
Mientras tanto, es indudable que hay que abordar los problemas más acuciantes y complejos de nuestras ciudades. Actuaciones como la de Madrid Central pueden ser necesarias, otras ciudades han tomado decisiones parecidas. Posiblemente tenga más sentido en el futuro una mayor coordinación entre instituciones y estudiar las medidas en colaboración con todos los actores afectados, con visión integral e integradora. ¿Puede haber soluciones llevaderas y progresivas, que generen concienciación y resultados, pero no compliquen la vida en exceso al ciudadano?
Pedro Nueno es Socio director de InterBen