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Tribuna
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Por qué se debería declarar la exención del impuesto de las hipotecas

Hay que garantizar que los impuestos los soporten quienes son realmente los obligados al pago y preservar la seguridad jurídica

Al hilo del culebrón del impuesto sobre las hipotecas, quisiera reflexionar sobre dos cuestiones que considero importantes: quien paga realmente los impuestos y la seguridad jurídica.

Los impuestos son para la empresa un coste. Por tanto, lo lógico es que su importe se repercuta al consumidor a través de los precios. En este sentido, es el mercado quien acababa determinando si es posible aumentarlos como consecuencia del correlativo incremento de los costes; aumento que dependerá del grado de competencia que en el mercado exista y, en definitiva, de la denominada elasticidad de la oferta y de la demanda. En este contexto, en un mercado reducido, como es el bancario, es más que probable que el impuesto en cuestión se acabe repercutiendo a los clientes a través de un aumento de los gastos por la tramitación de préstamos hipotecarios y/o por cualquier otro concepto por el que se retribuyan los servicios que la banca presta a sus clientes. 

El consumidor “final” es en la mayoría de los casos quien acaba pues soportando los tributos. La única solución para que no sea así es favorecer la competencia. A mayor competencia, mayor dificultad de que el mercado permita su repercusión; competencia, aclaro, que no significa ausencia de regulación. Al contrario; más competencia exige mayor control por autoridades u órganos verdaderamente independientes; regulación o control, aclarémoslo también, que no significa intervención.

Esto, que se enseña en las facultades y que se explica en los manuales, no parece que los políticos lo tengan claro. Por eso, lo que más me duele es que se confunda a los ciudadanos haciéndoles creer lo que no es. En efecto; el cambio que el Gobierno ha aprobado no va alterar económicamente que el impuesto en cuestión lo acabe pagando el cliente. Peor; es más que probable que se le repercuta también el coste que representa no poderse deducir como gasto en el Impuesto sobre Sociedades el propio impuesto, limitación, por cierto, que plantea serias dudas en términos de capacidad económica.

Pero insisto, esto que ahora comento no es nuevo. Ocurre con todos los impuestos que una empresa soporta. Es pues ya el momento de que interioricemos de que en el precio que pagamos por comprar bienes o servicios se nos repercuten los costes que la empresa tiene (agua, luz, teléfono, salarios, impuestos, etc.) y su margen de beneficio. El mercado, y solo el mercado, es quien impedirá o no que tales costes se repercutan total o parcialmente o, mejor, que el margen de beneficio inicial se pueda o no mantener; circunstancia, por cierto, que hay que tener muy presente en el diseño de los distintos tributos.

La solución a esta cuestión no era otra que declarar la exención del impuesto; decisión que obliga, eso sí, a replantear otras figuras tributarias con la finalidad de garantizar los recursos de las CCAA que son, en última instancia, las perjudicadas en caso de una masiva devolución de ingresos indebidos; cuestión, por cierto, que el Gobierno ha eludido sutilmente y que es, por qué negarlo, el verdadero problema de fondo. El ciudadano, la excusa.

La otra cuestión que quisiera comentar es la relativa a la seguridad jurídica. El culebrón en cuestión es tan solo un ejemplo, tal vez el más mediático pero no el más importante, de un grave y muy importante problema: la inseguridad jurídica. La defectuosa técnica legislativa está suscitando graves conflictos en la interpretación de las normas tributarias. Los ejemplos son múltiples: desde la fiscalidad de la retribución de los Administradores, pasando por la tributación de las subvenciones en el IVA, el concepto de motivo económico válido, el de I+D, o las prestaciones por maternidad, por citar tan solo algunos ejemplos.

Sus consecuencias son de enorme importancia: ahuyentan a los inversores, aconsejan la deslocalización de empresas, frenan el emprendimiento, paralizan las decisiones empresariales, y suscitan desconfianza, aspectos que inciden negativamente en la economía. Desgraciadamente, los cambios de criterio del Tribunal Supremo son habituales.

Pero lo más importante es que la mayoría de las veces estos tienen en su origen en una legislación defectuosa. Es pues urgente adoptar medidas que garanticen la seguridad jurídica, principio fundamental de todo Estado de Derecho y pieza esencial para garantizar la confianza que los diferentes operadores requieren.

Garantizar que los impuestos los soporten quienes son realmente los obligados al pago y preservar la seguridad jurídica son pues dos máximas a recuperar del baúl de los recuerdos.

Antonio Durán-Sindreu Buxadé es Profesor de la UPF y Socio Director de DS

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