¿Hay que eliminar el impuesto de las hipotecas?
La única justificación hoy de este tributo, que siempre ha sido impopular, es recaudatoria
En mi juventud leí un librito de don Claudio Sánchez Albornoz titulado Con un pie en el estribo, donde se refería a la espiral maravillosa de la historia, y que la humanidad atraviesa de tiempo en tiempo las mismas curvas de luz o de sombra, y afirmaba tajantemente que nada hay nuevo bajo el sol. Precisamente esta idea me ha venido durante estos días, ya que se está produciendo una repetición de nuestra historia en relación con el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados, o como antiguamente se conocía, Impuesto del Timbre o Impuesto del papel sellado.
El Impuesto del papel sellado apareció en tiempo del rey Felipe IV, como medio para reparar la maltrecha hacienda, para “poner algún derecho sobre todas las escrituras que se otorgan (…) Esto es facilísimo mandando que ninguna escritura pública ni decreto de Secretario o Escribano haga fe si no fuese escrito en papel que tuviese un sello de las armas reales”. Las cartas y documentos de la época dan noticia de la hostil acogida que tuvo ésta como todas las innovaciones tributarias, atribuida al Conde-Duque de Olivares. En Évora se produjeron disturbios a la llegada de los pliegos del papel sellado y fueron esos los primeros chispazos de la guerra, larga y cruenta, que condujo a la independencia de Portugal. También en Cataluña, durante la llamada “Guerra del Segadors” circularon panfletos en el que al atacar la política del Conde Duque se aludía al papel sellado, allí no exigido.
Con más humor exteriorizó su opinión el pueblo madrileño, en ocasión de los Carnavales, y famosa es la crítica de Quevedo en su célebre Memorial. Junto a otros hechos históricos, quizá el más relavente sea que la insurrección de los Estados Unidos estalla con ocasión de la “Stamp Act” de 1765, por la que el Parlamento británico intentó aplicar el impuesto del Timbre en la colonia.
Con todo lo dicho hasta ahora, en nuestros días se está asistiendo a un proceso paralelo en torno al Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados (aunque todo dicho sea, sin los tintes de revolución o guerra a los que me he referido, y con los más propios de nuestros tiempos: bajadas de los índices bursátiles) y que ha sido provocado por el cambio de doctrina del Tribunal Supremo sobre el responsable del pago del impuesto en las primeras copias de escrituras públicas que documentan préstamos hipotecarios.
El Tribunal Supremo, a mi juicio de un modo correctísimo, ha fijado la intensidad en el supuesto de la primera copia –el original de la escritura notarial– a la hora de establecer que es la entidad prestamista quien tiene que soportar el impuesto, pues porque el título que habilita la ejecución es la primera copia, según establece el artículo 517 de la Ley de Enjuiciamiento Civil para el juicio ejecutivo. Y en este matiz jurídico (está precisamente el origen de este impuesto, ante la falsedad de documentos, con los sellos o el timbre se conseguía la autenticidad del documento, para que así pudieran tener efecto y valor y pudieran presentarse en juicio.
Y esta doctrina lo que, a mi juicio incorpora, es transparencia y competencia en el mercado hipotecario, pues a partir de ahora la traslación del impuesto por las entidades financieras ya no será terminante o automática por imperativo reglamentario, sino que lo será según la capacidad de negociación y de ventaja competitiva de la entidad financiera, lo que al final siempre será una ventaja para el usuario de estos servicios, en contra de lo que se ha dicho últimamente en algunos medios. Siendo, curiosamente, que este era el sistema imperante en nuestra legislación hasta mediados bien avanzados del siglo pasado, pues quien pagaba el impuesto era el banco y posteriormente se lo repercutía al cliente.
Pero incluso aventuro o analizo con mayor profundidad: si el origen histórico es el que he narrado, y la justificación del impuesto es otorgar autenticidad, resulta cuanto más paradójico que el precio que se pague aumente proporcionalmente en función de la cuantía garantizada, lo que, a mi juicio, implica una clara falla de este impuesto con los principios constitucionales, siendo que su única justificación es la recaudatoria, cuando en estos tiempos modernos existen técnicas digitales que permiten la autenticidad e inalterabilidad de los documentos, sin tener que recurrir al servicio público de autenticidad.
Está claro que la historia nos ofrece pistas sobre la base o fundamento del impuesto, razón por lo que siempre ha sido muy impopular, y así también en nuestros días ha dado lugar a una verdadera convulsión en el propio Tribunal Supremo, lo que indica que su impopularidad sigue cotizando en máximos. Y seguirá siendo poco popular puesto que solo por aplicación analógica (y aquí está la impopularidad) posiblemente los efectos retroactivos de la declaración de nulidad del Reglamento por sentencia del Tribunal Supremo se fijen en el plazo de cinco años, que es el establecido por las Leyes cuando una ley es declarada inconstitucional, pero no para el caso concreto de un reglamento.
Ramón Casero Barrón es Abogado y profesor de Derecho Tributario en Comillas ICADE