Hacia un país de viejos moradores menguantes
España se enfrenta a un problema laboral, sanitario, fiscal y de pensiones si no recupera fecundidad e inmigración
El movimiento natural de población registró en 2017 un descenso vegetativo de 31.300 residentes en España tras varios años de avance. El año pasado no pudo mantener la tendencia marcada desde el inicio del siglo porque las muertes superaron a los nacimientos: 423.643 fallecidos por 391.930 alumbramientos. Estadística ha hecho saltar una alarma que lleva muchos años parpadeando y que alerta de un envejecimiento demográfico imparable en España, así como de una contracción del número de moradores alarmante. Dos variables permanentemente ligadas que no traerán nada bueno para España, que tendrá que afrontar severos riesgos en su mercado de trabajo, en su sistema sanitario, en su mecanismo de pensiones y todo ello con un estrés fiscal desconocido hasta ahora. La población, siempre desapercibida, es la variable más determinante de las economías.
La que se avecina puede ilustrarse con el número de fallecimientos esperados. Si solo ha sobrepasado los 400.000 anuales en los últimos años (con la excepción de 1941, condicionada por el registro súbito de fallecidos en la guerra), ya no volverá a descender por debajo de tal umbral durante toda la serie anual elaborada por Estadística en sus proyecciones de población (hasta 2066). La lenta e implacable senilización dejará cifras crecientes de defunciones con 450.000 ya en 2030, superará los 500.000 hacia 2040 y alcanzará 600.000 antes de 2060.
Las mismas proyecciones manejan la tendencia inversa con los nacimientos, que si han descendido por debajo de los 400.000 por vez primera en el siglo, no volverán a recuperar tal umbral y estarán por debajo de los 300.000 en 2060. En plata: en tal fecha morirán dos habitantes por cada uno que nazca, con la consiguiente pérdida acelerada de moradores, que se concentrarán en las franjas de edad más altas de la pirámide, hasta configurar un perfil de cuña similar al de la isla canaria de La Palma.
Todo esto, claro está, si las proyecciones demográficas se cumplen. Ya en los años noventa el ejercicio exploratorio del INE advertía del estancamiento y auguraba con pesimismo que España, que arrancó la última década del siglo pasado con 39 millones de personas, nunca llegaría a los 40. Calcular la evolución de la población con el comportamiento reciente de las variables, en aquel momento, se saldaba con un triste aplanamiento demográfico. Pero tal previsión puede ser cuestionada por variables fuera de control, como el crecimiento económico o los movimientos migratorios, que voltearon el panorama con la integración de España en el euro, el fuerte crecimiento de la demanda y la llegada de más de cuatro millones de inmigrantes al abrigo de un crecimiento de la economía desconocido desde los mejores años del desarrollismo. La consiguiente mejora del índice coyuntural de fecundidad contribuyó también a un avance demográfico que llevó la población por encima de los 46 millones de personas. Pero la severa recesión, tras un periodo de desbordante exuberancia, frenó en seco la progresión y la posibilidad de consolidar los 50 millones de habitantes se esfumó.
Se esfumó y cambió el humor demográfico tanto como para reelaborar las proyecciones para los siguientes cinco decenios (2016-2066), en las que el más optimista de los modelos apenas logra mantener los pobladores actuales. El escenario central manejado por los demógrafos de Estadística prevé descensos continuados del número de moradores en todos y cada uno de los 50 próximos años, de tal guisa que de los 46,4 millones actuales pasaremos a los 41 millones en el horizonte de la estimación.
La tasa de fecundidad (número medio de hijos por mujer en edad fértil) y el saldo migratorio se proyectan con la media de su comportamiento en los cuatro años previos al lanzamiento de las estimaciones, lo que proporciona el citado escenario central. Pero Estadística elabora sus cálculos también con cambios significativos tanto en la fecundidad como la inmigración. La primera variable la incrementa artificiosamente un 10% o la reduce un 10% para dentro de 50 años, lo que supone elevar la tasa actual desde 1,33 hijos por mujer hasta 1,45 en la proyección optimista, y reducirla hasta 1,27 en la más pesimista.
En el primero de los casos los nacimientos llegarían en 2030 a 356.180 y en el escenario pesimista de fecundidad solo a 313.010, con un desempeño en la población acumulada muy modesto: 46,09 millones con fecundidad alta, y 45,67 millones con la tasa de nacimientos reducida. Con la fecundidad estable pero con saldos migratorios incrementados en un 1% durante los próximos 15 años y considerándolo estable después, supondría una entrada neta de 95.800 personas al año (frente a las 56.500 del escenario central) y contendría el descenso de población notablemente, pero no evitaría su caída hasta los 46,22 millones en 2031.
Si el saldo migratorio se redujese un 1% anual, hasta las 22.397 entradas netas, la población descendería en un millón de personas en 2030, hasta los 45,57 millones.
Pero bien podría producirse la fortuna de un impulso a la tasa de fecundidad y una reanimación del saldo migratorio, aunque para ello fuesen precisos crecimientos de la economía y demanda de trabajadores mucho más intensa que las actuales. Estadística pronostica que el techo alcanzado ahora en la población lograría mantenerse en 2030 si coincidiesen ambas circunstancia: fecundidad e inmigración elevadas.
Todas las demás combinaciones de ambas variables suponen descenso del número de moradores para los próximos 15 años (ver gráfico), pero más intenso, de más de un millón de personas, si se ceba con España una baja tasa de fecundidad y un muy modesto saldo migratorio. En tal escenario el número de pobladores a finales de la próxima década sería de 45,36 millones de personas.
Pero este recorte de solo un millón de personas en 15 años, y pese a mantenerse elevadas tasas de entradas de extranjeros y de fecundidad, no evitaría el desmoronamiento demográfico del país en las siguientes décadas. En el mejor de los casos, con generosidad en ambas variables, la población descendería por debajo de los 44 millones de personas (43,96), mientras que lo haría hasta los 38,46 millones si coinciden baja natalidad y bajo flujo migratorio. Incluso en el escenario central de las proyecciones en la década de los sesenta de este siglo España escasamente tendría 41 millones de habitantes, cinco y medio menos que ahora. Una consecuencia lógica del envejecimiento, que supone concentrar volúmenes muy elevados de habitantes con edades muy avanzadas y que, como decíamos más arriba, a medida que avanzan los años la brecha entre fallecimientos y nacimientos se agranda, y pasado el ecuador del siglo fallecen dos personas por cada una que nace.
La concentración de mayores de 65 años será creciente en las próximas décadas, y si ahora el 28% de quienes viven en España sobrepasan ese umbral, serán el 41% en 2031, y más del 50% desde 2035, poniendo en riesgo el sostenimiento del Estado de bienestar por la presencia deficiente de activos que generen rentas, mientras que los pasivos demandan retiro económico y asistencia sanitaria. En este escenario de pesimismo, disfrutar de la mayor tasa de esperanza de vida al nacer (salvo Japón y Suiza), en nada menos que 83,5 años, y que siga creciendo, llegará a los 90 años en 2050 entre las mujeres y a 86,6 años entre los hombres, es la única luz.
El envejecimiento irá acompañado a un creciente desequilibrio demográfico en las regiones, con pequeños avances en los dos grandes núcleos industriales (Madrid y Cataluña) y los archipiélagos, y pérdidas muy importantes en las Castillas, Cantabria, Galicia, Asturias y Comunidad Valenciana.
Esta proyección puede cumplirse o no, pero convendría estar preparados para encajarlas porque hay más posibilidades de que caigan sobre el país que de lo contrario. Es el problema más advertido y al que menos atención se le ha prestado en los últimas décadas. Recomponer la paupérrima tasa de fecundidad cuesta años, pero es inexcusable si no quiere convertirse a España en el asilo del viejo continente. Se precisa activismo en el fomento de la natalidad, con incentivos financieros, fiscales y sociales poderosos, considerando su coste como una inversión vital para el futuro del país y no como un gasto. Todo el dinero que se ponga en el empeño será escaso, pero la única forma de mantener a los mayores mañana es apostar hoy por los jóvenes. El país que apuesta más por los mayores que por los jóvenes tiene más pasado que futuro.
La única alternativa a ese hipotético plan, aunque se precisará de ambas herramientas, es apostar por una inmigración regulada tanto en número como en capacidades, como ha sido hasta ahora habitual en los países que afrontaron este asunto hace décadas.
Lo peor, en todo caso, es no hacer nada. Si fuese la pasividad la actitud, habrá problemas en el mercado de trabajo, con falta acuciante de mano de obra en el medio plazo; problemas que se intensificarán por la falta de recursos para financiar la factura de los pasivos, ya complicada ahora; problemas que se agravarán con el descomunal crecimiento del gasto sanitario aparejado al envejecimiento, y problemas fiscales y financieros para buscar recursos entre los nativos y en los financiadores externos.