Capital creciente, trabajo menguante
La racanería con la que la recuperación de las cifras económicas llega a los hogares es la historia económica de la postcrisis, y sus implicaciones políticas y sociales seguirán dominando el mapa durante unos años, sospecho. Las grandes cifras económicas marchan a buen ritmo, pero la marea no sube igual para todos.
Con datos del INE, el 40% de los españoles que menos ganan cobran menos que en 2012, año en que la crisis tocó fondo, y solo el 30% con más ingresos los mejora de forma significativa. El 10% más acomodado mejora su salario un 6% en cuatro años, hasta los 4.784 euros de media. El 10% más pobre no llega a los 500 euros.
España es un caso particular, con una burbuja y su consiguiente crisis ambas de proporciones bíblicas. Pero el empobrecimiento de las clases medias y bajas y la carencia de expectativas de la clase media es un fenómeno global, caldo de cultivo de movimientos reaccionarios como el Brexit o el trumpismo. La caída de la participación del empleo en el PIB y el relativo estancamiento de los salarios respecto a la productividad son dos reflejos de esta situación: el trabajador clásico se siente prescindible y menos importante porque cada vez es menos importante y prescindible, en términos estrictamente económicos. Y de la mano de estos fenómenos está, obviamente, el alza de la desigualdad.
Deutsche Bank ha publicado esta semana un conjunto de gráficos sobre la desigualdad, recogidos por FT Alphaville. Aquí el último.
A partir de los años 70 los salarios se desligan de la productividad. Los trabajadores producen cada día más pero la paga no sube al mismo ritmo. En este contexto, es lógico que además el empleo tenga menos peso en el PIB. Aquí, un estudio de la OCDE sobre la participación de los salarios en la renta nacional. Hasta hace unos años, la renta se repartía de forma más o menos constante y similar entre países: dos tercios del PIB venían de los salarios (retribución del factor trabajo) y el tercio restante, de los beneficios empresariales (retribución del factor capital; excedente de explotación como se denomina en España). Hoy en España está 53/47. No ha cambiado mucho con la crisis, salvo un descenso puntual durante lo más duro de la crisis, cuando los beneficios superaron a los salarios porque las empresas necesitaban autofinanciarse ante el cierre de los mercados. A largo plazo, la cosa sí cambia. Datos de la OCDE:
Las conclusiones son preocupantes: el mundo parece abocado a un escenario en el que un puñado de capitalistas captura una parte creciente del pastel, mientras una gran parte de la población queda atrás. ¿De quién es la culpa?
Una publicación del año pasado culpaba al creciente poder monopolístico de las grandes corporaciones. No es que las empresas usen menos el factor trabajo, es que en un mercado de ganadores, aquellas empresas más intensivas en capital son más eficientes y expulsan al resto. “Nuestra hipótesis es que la tecnología y las condiciones del mercado (o la interacción entre ambos) han evolucionado para concentrar las ventas en empresas con productos superiores o mayor productividad, permitiendo una mayor cuota de mercado. Como estas “superestrellas son más rentables son menos intensivas en trabajo en relación a las ventas o el valor añadido. Consecuentemente, el factor trabajo pierde peso en el PIB”. Piensen en Amazon, en otras empresas de la “gig economy”, en Ikea o en Zara.
Hay explicaciones alternativas a esta decadencia del trabajo. La globalización. La automatización. O una combinación de ambas. Porque una causa-efecto unívoca no parece probable. La caída del peso del empleo en Europa o EE UU se reproduce también en China y otros emergentes. Y sucede en todos los sectores económicos, no solo en los expuestos a la competencia china. En paralelo, si fuese alto tan sencillo como la robotización, las pérdidas de empleo se producirían en cada empresa, no solo en algunas. Tanto Paul Krugman como el departamento económico del FMI ofrecen explicaciones bastante más técnicas, pero que inciden en la combinación de tecnología más globalización, pues la globalización permite, además de subcontratar empleo barato, invertir en capital. La apertura de fronteras comerciales es un incentivo para los trabajadores, pero aún más para los capitalistas, que tienen incentivos a mejorar la productividad de sus industrias.
El resultado no es muy alentador para el obrero del primer mundo, expuesto ante una tormenta perfecta de robotización de las tareas mecánicas (líneas de montaje), deslocalización de las actividades de menor valor añadido y dominio del mercado por parte de empresas más eficientes en las que, lógicamente, solo caben los trabajadores más productivos.
No son noticias muy esperanzadoras; de hecho las causas del declive del empleo parecen mucho más estructurales que cualquier recuperación de éste. Las democracias occidentales tradicionales han podido comprobar su fragilidad ante algo que muchos ciudadanos perciben como la ruptura del contrato social. Pero, dentro de lo malo, el diagnóstico es el primer paso.