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Tribuna
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Cuando el nacionalismo fagocita la sociedad

El independentismo catalán no deja un resquicio de la vida del ciudadano libre de politización

Protesta en Barcelona un día después del referéndum.
Protesta en Barcelona un día después del referéndum.REUTERS (REUTERS)

No es ninguna novedad que el proceso separatista esté sometiendo a tensión al ordenamiento constitucional español. Desde hace años tenemos que convivir con la ilegalidad promovida desde el poder, el desvío de dinero público a organizaciones ideológicas que aspiran a declarar extranjeros en su tierra a parte de nuestros conciudadanos o un absoluto desprecio al pluralismo social por parte del Gobierno autonómico de Cataluña. Pero los hechos del pasado 1-O muestran que estamos ante un riesgo evidente de quiebra del Estado constitucional.

Así, ya no se trata de que pueda romperse España, que también, sino de que puede irse al traste un modo de organizar la convivencia política dirigido a asegurar la libertad. La democracia constitucional se basa en la distinción entre Estado y sociedad. En el Estado, el poder está sometido al Derecho, atribuido a órganos que ejercen competencias para respetar y garantizar los derechos de los ciudadanos. La sociedad, en cambio, es el ámbito de la libertad, aquel en el que los particulares pueden perseguir libremente sus fines, y desarrollar de este modo su plan de vida, sabiendo en todo caso que para realizar sus fines las personas deben cooperar entre sí. Por eso se dice que el Estado constitucional establece una comunidad fundada en la capacidad de obrar y en la cooperación de sus ciudadanos. Además, el Estado constitucional contemporáneo asigna determinadas tareas al Estado, que debe intervenir en la sociedad lo suficiente (y no más que) como para que todas las personas puedan, de manera efectiva, desarrollar libremente su personalidad.

Los últimos acontecimientos del procés desde el Pleno del Parlament de los días 6 y 7 de septiembre, nos muestran que en Cataluña hay órganos públicos que actúan completamente al margen de la ley, no para tutelar los derechos de las personas sino para conseguir que una minoría radicalizada (e hipersubvencionada) prive del estatus de ciudadano a parte de la población. Y con una circunstancia agravante que cualifica el desprecio al Derecho al que nos estaban acostumbrando: con 17.000 agentes armados cuyos mandos han renunciado a ser la policía de todos, y que de manera abierta han desobedecido resoluciones judiciales expresas y la ley que juraron defender.

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Menos halagüeño se presenta el análisis de la libertad social. De entrada llama la atención cómo el nacionalismo, que en las convocatorias electorales alcanza alrededor del 48 % de los sufragios, copa la casi totalidad de las manifestaciones institucionalizadas de la sociedad: colegios profesionales, consejos de gobierno de las universidades públicas, patronales, etc. Dado que en la vida real las casualidades no existen, o bien los no nacionalistas se sienten excluidos de la sociedad y no participan en ella, o bien cuando lo hacen y alcanzan puestos representativos asumen que no pueden expresarse como son, sino como se espera de ellos. En este sentido, debería ser estudiado cómo esas instancias sociales en lugar de ser críticas con el poder actúan siempre como palmeros del mismo.

Por otro lado, no puede dejar de preocupar que el nacionalismo haya logrado que no quede un espacio social libre de la política: la escuela, el tiempo libre, las asociaciones culturales y cívicas, o la misma Iglesia. Apenas hay ámbitos en la sociedad catalana en los que las personas puedan relacionarse al margen de la política, con el añadido de que no todas las opiniones pueden ser expresadas con la misma libertad. Esta híper politización de la vida social obliga continuamente a los ciudadanos a manifestar sus preferencias políticas, o a retraerse en sus relaciones con otros. Así, y tomo este ejemplo real de un compañero de profesión, ni siquiera es posible participar en una peña flamenca sin tener que soportar que esta deba pronunciarse sobre la cuestión nacional. Y es que una politización total, en la que se espera del individuo en todas sus dimensiones una movilización constante, corre el riesgo de devenir asfixiantemente totalitaria.

En la doctrina constitucional norteamericana se explica su orden político como un experimento de libertad en el orden. Y es que la libertad nunca está asegurada del todo, pues el derrumbe del Estado constitucional es posible, si el poder desprecia el Derecho y la sociedad renuncia a la libertad. Esperemos que el experimento que iniciamos hace casi 40 años no se vea malogrado por la acción de los nacionalistas.

Pablo Nuevo López es profesor de Derecho constitucional Universidad Abad Oliva CEU.

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