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El Foco
Tribuna
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La estiba, entre la espada (sindical) y la pared (de Bruselas)

La sentencia europea sigue sin cumplir desde 2014 y la multa puede ascender a 21 millones de euros

Terminal de contenedores en el puerto de Algeciras.
Terminal de contenedores en el puerto de Algeciras.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

Los datos son conocidos desde hace tiempo, pero en los últimos días han ganado actualidad. Nuestra legislación de puertos ha dispensado a los trabajadores de la carga y descarga un régimen laboral que sin exageración puede calificarse de auténticamente peronista. Se trata de algo parecido a un monopolio de unos pocos privilegiados que, si alguna vez tuvo alguna justificación, la ha perdido hace mucho tiempo. Significa para todas las mercancías un sobreprecio mayor o menor y desde luego resulta contrario a las libertades económicas europeas, como terminó declarando –el veredicto estaba cantado y lo único sorprendente es que tardara tanto en llegar– el Tribunal de Luxemburgo el 11 de diciembre de 2014 a instancias de la Comisión.

¿Cómo es que casi 30 años después de que en 1986 nos incorporásemos a Europa, la legislación española –habiéndose sucedido Gobiernos de un partido y de otro, a veces con mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, la última vez en la legislatura que fue de diciembre de 2011 a octubre de 2015– seguía manteniendo esos rasgos tan paleolíticos?

La respuesta exige recordar que, aunque los sindicatos han perdido mucha credibilidad (tanto langostino junto al Guadalquivir se le acaba atragantando a cualquiera), aún conservan de hecho un notable poder de veto –la faculté d’empêcher de que hablara Montesquieu– en muchas materias.

"La legislación española de puertos ha dispensado a los trabajadores un régimen calificable de peronista"

Recuérdese que el derecho de huelga aún se sigue regulando por un decreto-ley de 4 de marzo de 1977, es decir, anterior no solo a la Constitución sino incluso a las primeras elecciones democráticas, que no se celebraron hasta el 15 de junio de ese mismo año. Y las cosas se agravan aún más si estamos ante una actividad como –en lo que tiene que ver con las mercancías en los puestos– la estiba y desestiba (esas son las palabras precisas), que son de las llamadas de cuello de botella, donde cualquier pequeña perturbación puede desencadenar un efecto mariposa que acabe afectando a toda la economía. La clase política española no tiene ningún reparo en subir los impuestos a mansalva o incluso, si no hay más remedio, en recortar prestaciones sanitarias o educativas. Pero cuando se trata de embridar a los sindicatos todo se vuelve parálisis e inacción. Incluso el partido teóricamente más business friendly se siente víctima de una extraña atrofia, cuando no de la más profunda de las melancolías.

Desde el 11 de diciembre de 2014 han pasado dos años largos y la sentencia europea sigue sin cumplirse. Ese tipo de veredictos, a diferencia de lo que sucede con las resoluciones de un Tribunal Constitucional declarando la invalidez de una ley, no tienen el efecto automático de la anulación de la misma, que es lo que, seguramente, habrían querido nuestras autoridades para tener a quien echarle (del todo) el muerto. Pero el ordenamiento continental goza de primacía –la clave del asunto– y el artículo 3 del Tratado de la UE, en su apartado 3, impone a los Estados el mandato de actuar en consecuencia: tanto a la hora de no hacer (“se abstendrán de toda medida que pueda poner en riesgo la conservación de los objetivos de la Unión”) como a la de actuar positivamente: “Adoptarán todas las medidas generales o particulares apropiadas para asegurar el cumplimiento de las obligaciones derivadas de los tratados o resultantes de los actos de las instituciones de la Unión”. Unos deberes que no se quedan en lo platónico: si el incumplimiento estatal ha sido tan obstinado que ha hecho falta que la Comisión vaya al Tribunal para que lo declare, entra en juego –sin duda, con ánimo más de disuadir que de recaudar– el sistema de multas previsto en el artículo 260 del Tratado de Funcionamiento. En el concreto caso que nos ocupa, y dado el tiempo que lleva en marcha el contador, podemos estar en unos 21 millones de euros.

Debido, insisto, al miedo crónico de la clase política –no procede distinguir entre unos y otros– a coger por los cuernos ese tipo de toros. Aunque, por supuesto, lo acabamos pagando los contribuyentes, a prorrata, y, eso sí, con igualdad escrupulosa de territorios e ideologías.

"Al dinero de la sanción de Bruselas se suma el que se ponga para vencer la oposición de los sindicatos"

No hace falta ser Tiresias, el legendario adivino de Tebas, para saber que el único modo de vencer la oposición de los sindicatos (y de los partidos cuyo concurso parlamentario resulta hoy indispensable para que el real decreto-ley se vea convalidado, que es la infeliz palabra que emplea la Constitución en el artículo 86) consistirá en ofrecer unas compensaciones en dinero que, una vez más, saldrán del bolsillo de todos nosotros. Solo queda por saber la cuantía.

Al dinero de la multa de Bruselas por el incumplimiento se suma, así pues, el que se ponga sobre la mesa ante los sindicatos por no tener capacidad efectiva de imponerse (amén del sobrecoste que desde siempre tienen las mercancías importadas al pasar por los puertos y deber soportar ese fielato). Este tipo de bromas suelen salir muy caras. Y nos llevan a dar la razón, pon enésima ocasión, a Jean Monnet y a su apuesta por las solidaridades de hecho y la integración con el ritmo de los pequeños pasos (como el partido a partido de Simeone): no son más europeístas quienes lanzan grandes proclamas sobre la Unión política o económica de nuestro continente, sino quienes, en las pequeñas cosas (todo lo pequeña que puede ser una factura que de momento va, reitero, por 21 millones de euros), saben honrar sus obligaciones como socios del club de una manera puntual y no dejan la solución para tarde, mal y nunca. Es una cuestión de eso que conocemos como lealtad institucional. Aquí también.

Y por cierto: de observar la primacía del derecho europeo no están exentos los sindicatos. Ni la sociedad en general.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz es catedrático de Derecho Administrativo y miembro de la Real Academia de Doctores de España

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