Alemania cumple 25 años de unidad más fuerte que nunca
Al ritmo de djs berlineses, la embajada alemana en Bruselas conmemora este jueves (1 de octubre) el 25 aniversario de la reunificación de Alemania con un espectáculo de luz y sonido en el Parque Cincuentenario. El vídeo que se proyectará sobre el Arco del Triunfo de la capital europea hace balance del cuarto de siglo transcurrido desde aquel 3 de octubre de 1990 que ha marcado la historia de Alemania y de todo el continente. Solo un año antes, la caída del Muro de Berlín y del comunismo ponían fin a la Guerra Fría y a 40 años de división de Europa y de la propia Alemania.
Más fuerte
La reunificación elevó la población de Alemania en 16 millones de personas, hasta los 80 millones, dejando muy atrás a Francia, Reino Unido, Italia y, aún más, España. Una década después, Berlín exigió que se reconociese esa diferencia en el seno de la Unión Europea, con un sistema de voto proporcional a la población que, tras muchos rifirrafes, sobre todo con París, ha entrado en vigor con el Tratado de Lisboa (2009). El nuevo modelo rompe la histórica paridad entre Alemania y Francia en la que se cimentaba el club europeo y consagra la nueva supremacía de Berlín, al menos sobre el papel.
Paz y prosperidad
La Alemania moderna surge en 1871 después, cómo no, de una guerra contra los franceses. El acta fundacional fue la proclamación de Guillermo I de Prusia como emperador alemán en pleno Palacio de Versalles, una humillación a la Francia recién derrotada que los alemanes pagarían muy caro medio siglo después con el tratado de castigo que se firmó en el mismo palacio tras la I Guerra Mundial. Las onerosas condiciones de esa paz contribuyeron a provocar una nueva Guerra Mundial que acabó con Alemania dividida y sometida a la tutela de EE UU y la URSS. Los aliados impusieron una libertad vigilada al gigante europeo, con una estructura territorial fragmentada, una cancillería sometida a un estricto control parlamentario, la prohibición de celebrar referendos, una política de seguridad supeditada a EE UU y a la OTAN y hasta con el oro del banco central alemán depositado en las cajas fuertes de la Reserva Federal en Nueva York (allí sigue). La camisa de fuerza internacional permitió a Alemania concentrarse en su expansión industrial hasta convertirse, previa ayuda del Plan Marshall y condonación de parte de la deuda en 1953, en la mayor potencia económica de Europa y en un gigante mundial de la exportación.
No tanta igualdad
Alemania vive el periodo de prosperidad más largo de su historia moderna e incluso ha podido asumir el esfuerzo económico de la reunificación, que ha llegado a suponer transferencias anuales hacia la parte oriental equivalentes al 6% del PIB nacional. Tras la caída del Muro en 1989, la antigua República Democrática de Alemania sufrió un colapso económico, con una caída del PIB del 40% en dos años, mayor que la de EE UU durante la Gran Depresión. Tras un periodo de convergencia inicial muy rápido, la economía del Este se ha estancado y la renta por habitante sigue siendo casi un 20% menor que en la parte occidental. La quinta parte de los trabajadores ganan menos de 8,5 euros a la hora en el Este. Y según el último informe de la Comisión Europea sobre el país, “las disparidades económicas afectan desproporcionadamente a la Alemania del Este”.
Fuera complejos
La nueva Alemania mantiene muy viva la memoria y el remordimiento por las atrocidades del nazismo, pero ha empezado a dejar atrás el complejo de culpa. La generación de la posguerra prefirió ignorar lo sucedido, pero la juventud del 68 pidió perdón y obligó a purgar responsabilidades. Cuando esos jóvenes llegaron al poder (de la mano de Gerhard Schröder y Joschka Fischer) reivindicaron el derecho de Alemania a ser un país que había saldado sus cuentas con la historia y que se merecía un puesto en la escena internacional acorde a su peso económico y político. Todavía no lo ha logrado del todo (sigue fuera del Consejo de Seguridad de la ONU en el que se sientan París y Londres), pero en la UE se ha convertido en una pieza esencial, sobre todo tras la ampliación del club hacia Europa Central y del Este (2004).
Sin pareja
Francia se resistió en un primer momento a la unificación de Alemania. Pero la sintonía entre el canciller alemán Helmut Kohl y el presidente francés François Mitterrand logró superar las objeciones. Después de esos dos líderes, el eje franco-alemán no ha parado de chirriar. Nunca hubo química entre Schröder y Jacques Chirac. Y durante el mandato de este último, Francia abortó en un referéndum el proyecto de Constitución europea para una unión política deseada por Berlín. La canciller Angela Merkel y el presidente Nicolas Sarkozy solo aprendieron a soportarse en medio de una crisis financiera que puso en peligro la supervivencia del euro.
Tal vez, la canciller y el actual presidente francés, François Hollande, sean la primera pareja ideal del eje desde la unificación. Ambos se centran en el corto plazo y no prestan demasiada atención a las grandes visiones sobre el futuro de Europa. La semana que viene escenificarán su unidad ante el Parlamento Europeo, una comparecencia conjunta de canciller y presidente en el hemiciclo de Estrasburgo que no se producía desde 1989 con Kohl y Mitterrand.
Liderazgo por omisión
La supremacía demográfica y económica de Alemania y el mutismo de Francia no se ha traducido, curiosamente, en un liderazgo político en el seno de la UE. Angela Merkel, la primera canciller procedente de la antigua Alemania del Este, ha preferido tirar de las riendas que apretar las espuelas. Y a pesar de su enorme influencia en el seno del Consejo Europeo (ya es la líder europea más veterana), Merkel no se ha puesto al frente de ninguna iniciativa clave a favor de la integración europea (salvo desatascar el Tratado de Lisboa). Los grandes cambios a raíz de la crisis, como la Unión Bancaria o la creación de un fondo de rescate permanente, se han producido a instancias de París, Roma o Madrid y a pesar de Berlín. Los próximos pasos, como la creación de un Tesoro europeo o la mutualización de deuda y paro, probablemente sigan el mismo patrón. “Los alemanes quieren un país potente económicamente, pero el liderazgo internacional no es popular en el país de Merkel”, explica un alto cargo del PPE, el grupo político de la canciller en Bruselas.