Los pactos posibles
Un altísimo grado de civismo ha presidido nuestra pasada jornada electoral. Lo cual será aburrido, pero es una excelente noticia en un mundo convulso.
De nuevo se ha demostrado que en función del ámbito de cada convocatoria: local, autonómico, general o europeo, los votantes, en todas partes, aplican criterios distintos. ¿Recuerdan las proyecciones después de las europeas de mayo 2014? Pues en Reino Unido, UKIP, que fue primera entonces, ha quedado tercera en las generales de hace 10 días. En Barcelona, ERC, de primera hace un año, a cuarta fuerza el domingo. Pero parece que la tentación es demasiado fuerte para los comentaristas y para los mismos partidos, que se empecinan en trasladar unos resultados a las siguientes y condicionar las políticas de un ámbito de poder público en función de lo que los votantes dijeron en otro. Este ejercicio de hacerse trampas al solitario es un análisis que no respeta la presunción de inteligencia de los electores. Pero lo volvimos a ver en la misma noche electoral, cuando se nos anunció por algunos oráculos impenitentes lo que indefectiblemente pasaría de aquí a unos meses.
La trágica historia de nuestra Segunda República llevó a que, en la transición política de los setenta, se primara la estabilidad sobre otras consideraciones. Importamos un sistema electoral proporcional que beneficia la lista más votada y una moción de censura constructiva que hace muy difícil derribar un Gobierno una vez ha tomado posesión. En la práctica ha funcionado. La estabilidad ha sido la norma; pero nos ha instalado en la convicción de que el que gana las elecciones, momento que se ha trasladado a tener mayoría en la investidura y no el del recuento de votos, se lo lleva todo: programa, Gobierno, altos cargos y personal de confianza. Esta interpretación de la regla de la mayoría fomenta que los más votados asuman que nada han de ceder y los minoritarios, que sin grandes cesiones de quien ganó, no permitirán su investidura. Una muestra reciente: Andalucía, con presidenta en funciones pasados dos meses de sus elecciones.
Así las cosas, permítanme siete sugerencias para ayudar a la reflexión de los partidos de cómo construir nuestro proyecto colectivo de sociedad, ahora que los votantes nos obstinamos en no otorgar mayorías absolutas.
- Recordar que son administradores del voto recibido, no sus dueños. El electorado sigue siendo el accionista de la empresa al que hay que rendir cuentas de la administración confiada.
- Contextualizar los resultados. No se empeñen en hacernos decir lo que no dijimos, a quién elegiremos en las generales o en las autonómicas que no se celebraron. En Castilla-La Mancha no se juzgó al Gobierno central, aunque su candidata sea la secretaria general del partido que le da su apoyo, sino su gestión de cuatro años y su proyecto para los próximos.
- Los partidos son entes privados de base asociativa que, según la ley que los regula, tienen la finalidad de “unir convicciones y esfuerzos para incidir en la dirección democrática de los asuntos públicos, contribuir al funcionamiento institucional y provocar cambios y mejoras desde el ejercicio del poder político”. Cuando ninguno logra un apoyo suficiente, la forma legítima de cumplir su finalidad es pactar entre ellos.
- Ni Google dispone de un algoritmo con la receta exacta del pacto conveniente; pero el sentido común ayuda. Si una candidatura casi logra la mayoría y la alternativa es el pacto de todos los demás con posiciones opuestas entre sí, permitir un Gobierno en minoría, fijando nítidamente los límites que no se le permitirá pasar, es lo más razonable.
- Admitir los resultados de verdad. No todos los partidos han ganado y de entre los que lo han hecho, si unos han ganado más que otros, han de tener más voz y más voto en el programa a consensuar y en su ejecución.
- No crear varios Gobiernos bajo la sombrilla institucional de uno solo, que se dediquen a hacerse la zancadilla entre sí, más pendientes de las próximas elecciones que de gestionar los asuntos públicos en beneficio de la comunidad.
- En la comunicación de la acción de gobierno, señalar las aportaciones que, aunque asumidas por todos sus miembros solidariamente, son iniciativa de unos u de otros, para que, en el futuro, se pueda valorar a qué coadyuvó cada uno.
No me llamen ingenuo, ya sé que no es fácil; pero es mucho lo que nos jugamos en que sea posible.
Enric R. Bartlett Castellá es profesor de Esade Business and Law School (Universidad Ramon Llull)
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