Quo vadis universitas
Como casi todos los veranos por estas fechas, uno, que es profesor de la Universidad Politécnica de Madrid desde hace casi 30 años, se pregunta, cada vez con más temor, cuál es su papel en la universidad, si cumple con la misión de servir a la sociedad a través de su modesto papel en la misma de educador y transmisor de conocimiento y si aquella plasma todavía el ser nutriente de ilustración, y luz en lo técnico y participativo, y de libertad para buscar la verdad, el conocimiento y aprendizaje.
La asimilación de las nuevas titulaciones de Bolonia por el entorno económico y social tardará tiempo
Repasando a mi admirado Víctor Pérez Díaz –que explícita como nadie sus reflexiones y las de Ortega y Gasset y J.H. Newman sobre la universidad–, la idea originaria de universidad es la de construir un hogar de comunidades de buscadores libres de la verdad, la que sea y tal cual sea, que fieles a ese espíritu de libertad conviertan la verdad en una materia de reflexión y debate conjunto, abierta al mundo entero, con tolerancia y compresión. Esto, en una sociedad como la española donde nuestras universidades forman, esencialmente, profesionales, conlleva asumir la responsabilidad de saber transmitir a los alumnos el sentido de la profesión como una voluntad de servicio, a ella misma y a la sociedad, y la experiencia y conocimientos de su ejercicio, haciendo ver a las generaciones futuras de dónde vienen, y por qué son hoy lo que son, e incluso cómo pueden mejorarla en el futuro cuestionándose su statu quo, innovando e investigando.
Desde mi modesta atalaya, la universidad española actualmente, como muchas de nuestro entorno, se enfrenta a una especie de tormenta perfecta en cuyo vórtice convergen:
- Los nuevos modelos educativos basados en el Espacio Europeo de Educación Superior, que no tratan sino de emular al epítome: el norteamericano. En ellos desaparecen, entre otras cosas, las titulaciones que hemos conocido durante muchas décadas: ya no se gradúa ningún alumno como ingeniero o licenciado. La asimilación de las nuevas titulaciones por el entorno económico y social, y a dónde lleva el proceso Bolonia, tardará tiempo.
- La globalización de la enseñanza, la información y el conocimiento. Los estudiantes tienen a su alcance cada día más información, se mueven más por todo el mundo y pueden escoger mejor, por lo que las universidades están llamadas a competir ya globalmente por los mejores alumnos, los mejores profesores y los mejores trabajos de investigación.
- Nuevos modelos de negocio de las universidades, en línea con lo anterior, en los que se contemplan cursos online masivos, de alcance mundial, coexistiendo con los presenciales, alianzas internacionales en busca de financiación a partir de ese escaparate, etc. Las mejores universidades del mundo tienen iniciativas concretas, o compartidas, en este sentido utilizando como lingua franca el inglés.
- Los programas de austeridad gubernamentales en los que se rebaja sustancialmente lo que aportan a los programas universitarios públicos. Esto conlleva, entre otras consecuencias, tensiones para que las tasas académicas tiendan a reflejar cada vez más el coste real de la enseñanza y para que la universidad cree valor económico intelectual en el corto plazo atendiendo prioritariamente a lo que las empresas demandan en el mercado del conocimiento, u otro.
- En España al menos, con un paro altísimo, una cierta tendencia a transmitir lo caótico del mundo de la enseñanza universitaria pública, –siguiendo el mito de que todo lo malo viene de la incompetencia del sector público–, su alto coste y las virtudes de las universidades privadas como alternativa más competitiva, aunque estas, en la mayoría de los casos, hayan mimetizado gran parte de los defectos de la enseñanza pública, a un coste muy superior. En EE UU los estados poseedores de las mejores universidades públicas no aportan ni el 25% de sus recursos presupuestarios anuales.
Con este panorama, que necesariamente es de una manifiesta oportunidad –pues muchas de esas fuerzas serán duraderas–, es prudente volver a apostar por el espíritu original de la universidad que mencionábamos al principio –educar, investigar y servicio público– y objetivar cómo desde esa concepción podemos desenvolvernos en los escenarios de este nuevo paradigma y hacer evolucionar nuestra sociedad y sistema universitario para hacerlos mejores y más apreciados y competitivos a escala mundial y, sobre todo, europea donde nuestro papel debería ser cada vez más relevante.
Invertimos mucho tiempo y dinero en una educación sin ningún tipo de garantia de encontrar un trabajo
De los modelos a seguir con los que este autor ha convivido, el norteamericano es el de más éxito –y el más imitado– y el que mejor se acopla a lidiar con un entorno económico, social, industrial y medioambientalmente globalizado como el que tendemos. La hiperespecialización del nuestro, forjador de buenos profesionales en parcelas de conocimiento cada día más pequeñas –según las concibieron los planes de estudios correspondientes–, no funciona, o funciona relativamente mal. Hoy en día invertimos mucho tiempo y dinero en una educación de este tipo –mejor titulación– sin ningún tipo de garantía de encontrar trabajo donde ejercerla, o donde realizar tareas remotas al respecto, aquí o allende los mares.
Nuestra educación sigue lastrada en gran medida por el paradigma del opositor a un título que permita ejercer una profesión: la memorización a ultranza de interminables listas de cosas, o atributos, la instrucción sin fisuras en protocolos pseudocientíficos, métodos o procedimientos de resolución de problemas tradicionales, y el consabido castigo si no se dominan de principio a fin, etc. Nuestros programas de estudios siguen siendo carreras de obstáculos jalonados con asignaturas que prestigian sus contenidos por los porcentajes irrisorios de aprobados que otorgan, más que por la bonanza de su puesta al día o por la experiencia y educación que aportan sobre cómo medir situaciones reales del mundo cotidiano que se nos van a dar, cómo analizar la información que tengamos para tomar decisiones y cómo actuar.
Es importante objetivar una transición más o menos corta de sistema educativo hacia situaciones, en la dirección de una sociedad abierta, en las que se conviva con aquellos escenarios de futuro e idear cómo:
- Estimular –usando por ejemplo la estructura de gobiernos autónomos– el que las universidades públicas progresivamente consigan ser soberanas absolutas en su gobierno, programas de estudios, títulos propios, contratación de profesores y tasas, y no dependan de ningún ministerio central ni gobierno político local. Al final del proceso la financiación pública a este respecto debería tener un techo razonable y obtener el resto de los recursos mediante tasas, proyectos de investigación privados y programas estatales o europeos de ciencia e investigación.
- No solo se instruya como hasta ahora en la profesión que sea, sino que también se priorice el educar las capacidades esenciales de razonamiento, observación, investigación, análisis y comunicación (en más de una lengua), así como la crítica, participación y comprensión del modo en que funciona una sociedad abierta en los ámbitos económico, industrial, social y ambiental.
- Se separen poco a poco los títulos facultativos para ejercer una profesión –médico, abogado,…– de los títulos universitarios.
- Se fomente desde la base estudiantes exigentes, críticos y motivados, conocedores de por qué y dónde ponen sus esfuerzos y su juventud, su inteligencia y dinero, y qué expectativas pueden esperar de la sociedad a la que tienen que servir y hacer mejor.
José Luis de la Fuente O’Connor es profesor titular de la Universidad Politécnica de Madrid y presidente de la Asociación Española para la Promoción de la Inteligencia Competitiva.