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Victoria a veces suena a derrota. Historias para despertar (III)

(Ciclo en homenaje a Narciso Ibáñez Serrador)

Miré los muros de la patria mía,si un tiempo fuertes ya desmoronados,de la carrera de la edad cansados,por quien caduca ya su valentía.Salíme al campo: vi que el sol bebíalos arroyos del hielo desatados,y del monte quejosos los ganados,que con sombras hurtó su luz al día.Entré en mi casa: vi que amancilladade anciana habitación era despojos;mi báculo más corvo y menos fuerte;Vencida de la edad sentí mi espada.Y no hallé cosa en que poner los ojosque no fuese recuerdo de la muerte.

Soneto. Quevedo.

Victoria era una señorita elegante. Había estudiado en las mejores escuelas del país y recorrido durante su juventud buena parte de la geografía del “buen pensar” de la sociedad a la que se suponía pertenecía su familia. A diferencia de su hermana María, no le gustaba viajar a lugares de los llamados “exóticos” o distantes.

Déjenme aclararles una cosa, cuando Victoria hablaba de un lugar “exótico” no se refería a necesariamente a que ese sitio tuviera palmeras, sol durante buena parte del año, o estuviera poblado por indígenas de “ropas extrañas”. Lo mismo pasaba cuando hablaba de países distantes. Para ella la distancia no se media en kilómetros terrestres.

Nada más lejos de la realidad.

Quizás la distancia se media en términos mentales. Lo “exótico” eran los modos de vida que se alejaba del suyo propio. Y no era cuestión de credos, etnias, etc.,… Lo distante, aunque estuviera a su lado, era lo que se alejaba de su mundo prefabricado. De hecho podía pasar horas en el avión para visitar Tailandia, las islas Seychelles o la ribera Maya (entre lo “oficialmente” exótico) o para ir de compras a Nueva York y no considerar que estaba lejos. Realmente aunque viajaran muy lejos en el espacio, el lugar que visitaban no era más que una repetición completa del que habían salido. Por el contrario, una visita a un barrio de la periferia de su propia ciudad, podría suponer un viaje de tal distancia en su mente que le llegaba a producir el vértigo o los mareos que 8 horas de viaje en avión no le había producido jamás.

Precisamente esa característica la hacía a ella y sus amigas, seres tan especiales. Su lenguaje era, como las tarjetas de crédito, de uso personal e intransferible.

Victoria y sus amigas podrían pasarse hora hablando, utilizar palabras ampulosas (con las que pretendían cubrir sus deficiencias culturales), anglicismos (que las convertían automáticamente en personas de mundo) pero no transmitirse ningún mensaje mínimamente coherente. Tras oírlas hablar durante meses llegué a la conclusión de que precisamente no hablar de la realidad era su manera de vivir.

Todo cambió cuando Victoria se encontró con un frasco que su hermana había traído de unos de sus viajes. El recipiente contenía una bebida extraña. Una etiqueta con la palabra impresa con letras pequeñas: “somedop”. Esto era lo único que podía saber sobre su contenido. A pesar de su color parduzco y su viscosidad tenía algo que la atraía.

No pudo reprimirse y lo bebió.

Al igual que Isolda y Tristán tras beber el filtro equivocado (y que intencionadamente su criada cambió) entraron en otra realidad. Victoria, a partir de ese momento, se veía impelida a decir lo que realmente pensaba. A hablar de la realidad. A utilizar los conceptos en su significado real.

Sus amigas no podían tolerar que tras las habituales frases sin sentido, con las que solían entretener sus tardes, ahora se colaran otras en las que la realidad se abría paso de manera descarnada. Se apresuraba a compensar estas palabras "chocantes" con otras vacias de contenido (como las que circundaban a las problemáticas), pero ya no era posible deshacer el entuerto.

Había perdió el control de la realidad.

La realidad destruyó su mundo.

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