“Las universidades no pueden ser los centros de I+D de las farmacéuticas”
Este catedrático británico ha investigado el sistemade activación de los genes y cómo ese mecanismo puede explicar enfermedades neurológicas o los tumores. Los grandes laboratorios ya trabajan en estos avances
Esta semana, Adrian Bird (Birmingham, Reino Unido, 1947) visitaba Madrid como ganador del Premio Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento en Biomedicina. Su logro ha radicado en dar los primeros pasos en un campo poco conocido, llamado epigenética, pero crucial en la cura en el futuro del cáncer o de enfermedades neurológicas.
La epigenética consiste en el sistema que regula cómo funcionan los genes. “En los últimos años hemos conocido los 25.000 genes que contienen toda la información de un ser humano, pero otra cuestión es saber qué hace que el ADN esté vivo. Unas células se diferencian de otras porque activan genes diferentes”, explica este experto. Si ya se conocen los genes, ahora hay que tratar de entender cómo se regulan. “La epigenética es ese sistema de marcadores químicos del ADN que hace que un gen se inhiba, se adapte o se exprese”. Bird detalla que es una especialidad que se desarrolla rápidamente. “Hay muchísimo interés en la epigenética, aunque hay mucho que todavía no se sabe”.
Recuerda que las compañías farmacéuticas ya producen medicamentos epigenéticos: “Y todavía hay muchos más en fases de investigación. Si podemos tener fármacos que modulen el proceso regulatorio del ADN, va a ser muy potente en términos terapéuticos en el cáncer”, ya que asegura que la marca epigenética en el genoma genera tumores.
La otra disciplina afectada es la neurología. Y ahí es donde las aportaciones de Bird han hecho cambiar el modo de ver estas patologías. “La mitad de los genes que se han detectado como causantes de estos problemas se modifican por los reguladores epigenéticos. A diferencia de las mutaciones, que cambian para siempre, llegará una terapia que hará el proceso reversible. Nosotros ya lo hemos demostrado con ratones”.
Sus avances en laboratorio se han centrado precisamente en actuar, en su caso sobre el síndrome de Rett, un tipo de autismo que afecta a una de cada 10.000 niñas. Aunque en ratones se ha logrado curar (activando un gen), en humanos la solución es lejana. Hasta entonces, siempre se había creído que los daños en el cerebro son permanentes. “No hay un fármaco que cure el daño cerebral, pero el potencial de nuestro experimento se fundamenta en que lo que antes se pensaba que era fijo e inmutable ahora se ha visto que es reversible”, apunta.
“Hemos roto el paradigma en la neurociencia, en la que se pensaba que las enfermedades neurológicas eran irreparables. ¿Nos resignamos ante la esquizofrenia o el síndrome de Down o podemos actuar ahora sobre los síntomas”, se pregunta. “El éxito de nuestro proyecto es habernos dado cuenta de que puede haber terapias para estas enfermedades. Y ahora hay mucha más gente trabajando en ellas. Desilusiona no tener un tratamiento, pero llegará”. Sin embargo, aclara que la epigenética no se puede usar en enfermedades neurodegenerativas como alzhéimer o párkinson, donde las neuronas están muertas (de momento, un proceso irreversible). “Pero en las causas de autismo, que afecta a una persona de cada cien, no hay muerte celular. Ahí existe la posibilidad de utilizar fármacos epigenéticos”.
¿Cómo pasará a la historia?
A pesar de su premio, este catedrático de Genética en la Universidad de Edimburgo no quiere ponerse méritos. “La ciencia es una actividad social. No hay tantos héroes como pareciera. Me da igual cómo me recuerden las generaciones futuras. Tal vez como alguien que descubrió la reversibilidad del síndrome de Rett y sacó a la luz algunos mecanismos sobre cómo se programa la expresión genética. Si no me recuerda nadie, tampoco me va a quitar el sueño”. De momento, y aunque ya ha cumplido 67 años, sigue en activo y no quiere retirarse.
Y es que sabe que el camino por investigar todavía es largo. “Ya conocemos cómo dirigirnos a células específicas, a una parte del ADN, e intervenir allí. Ya sabemos hacer el corte, pero no pegar. Sería hacer un corta y pega para corregir las secuencias erróneas. Todavía no se puede utilizar en tratamientos, pero en los próximos cinco años llegaremos a la idea de corregir el genoma. Va a ser muy pronto una realidad. Ese sería el final de la revolución genética, cuando más que describirla, podamos hacer algo”.
Respecto a los laboratorios, cree que apuestan por este campo: “Siempre se dice que están cruelmente orientados a su propio beneficio, pero sí creo que hay mucho interés en la industria farmacéutica. Novartis, por ejemplo, tiene un departamento de la epigenética. No puedo saber si ese interés estará justificado dentro de 10 años. Solo hemos visto la punta del iceberg. Hay menos de 10 fármacos en el mercado, pero hay cientos en investigación. Las farmacéuticas tienen un interés real”.
Por su experiencia, percibe que las farmacéuticas cada vez están más cerca de los centros públicos, porque el modelo de I+D dentro las empresas se ha agotado. “Todavía no está claro cómo vamos a interactuar. Pero los académicos sí estamos interesados en esa colaboración y el sector privado quiere utilizar la capacidad de investigación de las universidades públicas”, opina.
“Lo que no conviene es convertir a las universidades en departamentos de I+D de las empresas farmacéuticas. No me gustaría nada que las universidades lleguen a eso, aunque a los Gobiernos les encantaría. Si sucediese, sería un error. La curiosidad, la investigación pura, es tremendamente importante. Se necesita esa investigación básica, que es la que primero sufre la crisis, para conocer más sobre la biología”, concluye.