¿Hacienda somos todos?
Cuando el 15 de septiembre de 2008 publiqué mi primer artículo en este diario, la recaudación fiscal ya amenazaba con derrumbarse, especialmente en los tributos en los que se percibía un menor control, el IVA y el impuesto de sociedades. Entonces escribía que eso presagiaba una crisis fiscal, que suele tener un efecto durísimo en la población obligada a soportar aumentos de impuestos y recortes del gasto público. A la vista está que el Gobierno primero negó la realidad, y posteriormente acometió medidas de rebajas de impuestos, como los 400 euros, la más costosa en la historia de la democracia, y de aumento del gasto público, como el célebre Plan E, que ha quedado como la expresión perfecta del despilfarro. Aun así, la medida más costosa, y que además no ha sido revertida, fue el nuevo sistema de financiación autonómica, con un coste superior a 11.000 millones de euros anuales.
En otoño del año pasado, diversos exresponsables, como Solbes y Zapatero, publicaban libros de memorias sobre la crisis. En ellos, naturalmente, se justificaba su actuación, entre otras cosas, porque nadie les había advertido y, además, la crisis era “imprevisible”. Resulta complicado creer en la imprevisibilidad de una crisis que ya estaban notando los ciudadanos. Aunque solo fuese por eso, ya merecía la pena escribir una crónica de los impuestos y el fraude en España.
Además, hay otras cuestiones más sutiles. En primer lugar, que, ante la falta de crecimiento, se ha creído que el crecimiento iba a ser balsámico y nos va a solucionar todos los problemas, empezando por el déficit público. Sin embargo, hay que ser conscientes de que venimos de una burbuja fiscal de un periodo de recaudación fácil, que tardará mucho tiempo en volver, si es que alguna vez lo hace. Si en España se construyen y se venden más viviendas que en Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña, cualquiera hubiera debido pensar que estaba pasando algo raro. Una vez descartado que hubiésemos salido de una guerra y hubiese que reconstruir el país, cualquiera debería haber pensado que el ritmo no era sostenible indefinidamente. Esto tiene muchas consecuencias, que van desde las comisiones multimillonarias a concejales de urbanismo, pasando por que muchos arquitectos se hagan ricos o que se disparen los salarios del personal sin cualificar en la construcción. Hay también una consecuencia fiscal, que se disparen los ingresos de los impuestos relacionados con la actividad inmobiliaria, como el ITP, las licencias de obra o el IVA que pagan las primeras entregas de vivienda.
Si además, en este periodo, se dispara el consumo, animado por las facilidades de financiación y por los menores tipos de interés de la historia en España, el país se endeudará, pero la recaudación fiscal global se disparará. Cuando la financiación de todo este proceso se vino abajo a partir de mediados de 2007, España entró en crisis y la recaudación se derrumbó. Aun así, pronto comprobamos –algunos, los que quisimos verlo– que el fraude se estaba disparando y era una nueva amenaza para la recaudación fiscal. En 2007, según la central de balances del Banco de España, las empresas tuvieron los beneficios más elevados de su historia. Cuando las empresas declararon estos beneficios en el impuesto de sociedades de 2008, se esperaba una recaudación récord. Sin embargo, se perdió por el camino un 39% de la recaudación, casi 18.000 millones de euros. El fraude fiscal se empezaba a manifestar con toda su crudeza.
Ahora que el actual Gobierno ha decidido acometer una reforma del sistema fiscal en su conjunto, deberíamos tener algunas cosas claras. En primer lugar, que los ingresos extraordinarios de la burbuja inmobiliaria ya no volverán. Esto supone que los gastos deberán adaptarse a unos ingresos que con seguridad no serán tan altos como en 2007. Bien, en 2012 España gastó un 47,77% del PIB, incluso sin ayudas bancarias el gasto público excedió de los 440.000 millones de euros, un 44% del PIB. Ha habido austeridad, pero sigue habiendo un despilfarro que simplemente no podemos pagar porque somos incapaces de recaudarlo.
Otra cuestión clave es que recaudamos fundamentalmente de los salarios y del consumo. Esto quiere decir que si se acomete una reforma laboral con el objetivo confeso de conseguir una rebaja de los sueldos que pagan las empresas, esto tendrá consecuencias. En primer lugar, las empresas disminuirán sus costes salariales y serán más competitivas. La otra cara de la moneda es que la recaudación fiscal se verá mermada al recaer sobre bases menores. Por otra parte, si las empresas venden menos en España y más en el extranjero, disminuirá el déficit comercial, pero a la vez disminuirá la recaudación tanto del IVA como de los impuestos especiales, que solo se pagan sobre el consumo en España. Por último, queda el fraude. Las bases de los principales impuestos se han ido cayendo a más velocidad que la economía. Se ha estado intentando cobrar cada vez más y más impuestos, sobre menos y menos. La estadística de bases imponibles de la Agencia Tributaria da una respuesta categórica e inapelable a todos aquellos que han proclamado que la crisis no había traído más fraude.
Para resolver todo eso hay que hacer muchas cosas. En primer lugar, cambiar las leyes para aumentar la coherencia de los impuestos entre sí o recortar beneficios fiscales. Aún más importante es aumentar los medios materiales, humanos y presupuestarios en la lucha contra el fraude fiscal. De nuevo, la comparación estadística es inmisericorde con los que afirman que la Administración tributaria española no tiene un problema de medios: invertimos muchísimo menos que Alemania, Francia, Italia o Gran Bretaña; lógicamente, no podemos esperar los mismos resultados. Por último, hay que convencer a los españoles de que los actuales niveles de fraude llevan a un fracaso colectivo sin precedentes. Desde luego, en este aspecto, los continuos escándalos con dinero público no ayudan y las amnistías fiscales, mucho menos.
Francisco de la Torre Díaz es inspector de Hacienda del Estado y autor del libro ¿Hacienda somos todos?.