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Tribuna
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Al fin, la Ley de Rehabilitación

El pasado 13 de marzo, en este mismo diario, publiqué un artículo denominado ¿Y la Ley de Rehabilitación?, en el que manifestaba mi extrañeza por la parsimonia que manifestaba el Gobierno en su tramitación parlamentaria, y señalaba algunas características que, en mi opinión, debería garantizar el texto legal.

Súbitamente, con sobrevenida rapidez, el Gobierno procedió a su aprobación como Proyecto de Ley, en el Consejo de Ministros del 5 de abril. y a su tramitación por urgencia en las Cortes, habiéndose ya aprobado en el Congreso de Diputados.

Pues bien, desde la más intencionada objetividad posible, debo señalar que el contenido del texto legal presenta un resultado marcadamente agridulce. Junto a aspectos positivos indudables, establece una serie de disposiciones que deben valorarse negativamente y que en nada contribuirán, sino más bien dificultarán la satisfacción del objetivo básico que la Ley persigue.

En su haber, procedería señalar, como aspectos más destacables, su conformación a manera de texto refundido recolector de las dispersas disposiciones que en materia de rehabilitación ya existen (Ley de Economía Sostenible, Reales Decretos-ley etc.) y la regulación de diversos y positivos procedimientos y técnicas jurídico-urbanísticas que facilitarán la intervención en la ciudad preexistente, si bien necesitarán de su compleción y desarrollo, por las legislaciones autonómicas y por los planeamientos municipales, para poder garantizar, razonablemente, su práctico despliegue aplicativo.

Sin embargo, en el debe de la Ley hay que señalar diversas disposiciones negativas, mereciendo destacarse como más trascendentales las tres regulaciones siguientes.

La primera, la supresión del precepto hasta ahora vigente (artículo 110.2 de la Ley 9/2011 de Economía Sostenible) que limitaba la obligación de asumir los costes derivados de las obras de rehabilitación a aquellas unidades familiares cuyos ingresos anuales fueran inferiores a 2,5 veces el IPREM. Téngase en cuenta que, aprobada una actuación rehabilitadora, todos los propietarios afectados por la misma deberán costear las obras respondiendo de ello con su vivienda como garantía real. La finalidad del precepto hasta ahora vigente resulta ser socialmente razonable, pues los titulares de viviendas a rehabilitar de ingresos escasos deben ser eximidos del abono de la totalidad de los costes y pasar a ser beneficiarios de ayudas complementarias que vengan a paliar la insuficiencia acreditada.

La supresión injustificable de este precepto dará pie a problemas de impago por parte de numerosos propietarios, lo que comportará graves problemas sociales de expulsión de ciudadanos de bajas rentas, habitantes normales en los barrios históricos de nuestras ciudades, para ser sustituidos por contingentes de mayor nivel económico, propiciándose lamentables procesos de gentrificación o de terciarización de las áreas centrales urbanas, tan conocidos en otras latitudes. Solo faltaba que a la inaceptable ola de desahucios que venimos sufriendo por causa del impago de las hipotecas, se generase una nueva ola de desahucios, ahora por el impago de las cuotas de rehabilitación, y, todo ello, al amparo del deseable objetivo de mejorar la ciudad preexistente.

Como segunda regulación negativa habría que señalar la disposición que recupera de la anterior Ley del Suelo del 98, al considerar como suelo urbanizado superficies de suelo rústico ausentes de todo tipo de infraestructuras y servicios urbanísticos que lo justifiquen. Esta rediviva disposición no solo resulta ser contradictoria en sus propios términos definitorios (considerar como urbanizado auténticos patatales sin servicio urbano alguno), sino que puesta en relación con la disposición transitoria primera de la reciente reforma de la Ley de Costas, posibilita la consideración como suelo urbano de considerables superficies de suelo rústico, también sin servicios, colindantes a edificaciones preexistentes en las zonas de protección de la costa, incluso edificadas ilegalmente, y comporta que, en caso de determinación de justiprecios expropiatorios o de fijación de la responsabilidad patrimonial de la Administración, se valorarán como solares urbanos, multiplicando por 10 o por 100 el valor real y fáctico que legalmente les correspondería según la Ley de Suelo de 2007 vigente que ahora se modifica. Y, mientras tanto, se mantiene en vigor el mandato constitucional en su artículo 47 a los poderes públicos a impedir la especulación del suelo: otra grave contradicción, en este caso, jurídico-ideológica.

Como tercera y última disposición negativa fundamental a resaltar en la nueva Ley, se manifiesta la ausencia de Memoria económica que comportara la consignación de recursos públicos que permitieran garantizar una razonable satisfacción de sus deseables objetivos. Podrá aducirse que los recursos económicos aplicables se encuentran contemplados en el Plan Estatal de Vivienda 2013-16, pero esta consideración no resulta totalmente de recibo. En primer lugar, porque el Plan tiene un horizonte finito (2016) y la Ley tiene vigencia indefinida, y, en segundo lugar, porque del Presupuesto cuatrienal previsto en el Plan de Vivienda, a actuaciones de rehabilitación y regeneración urbana solo resultarían aplicables una media anual aproximada de 130 millones de euros, cantidad absolutamente insuficiente si realmente se quiere fomentar la intervención en la ciudad consolidada y la recuperación razonable de puestos de trabajo en el sector.

En fin, un texto manifiestamente mejorable y que aún cabe el hacerlo en el paso que tiene que realizar por el Senado. Ojalá que así fuera y se consiguiera el deseable consenso que un texto legal como éste demanda.

Gerardo Roger Fernández es arquitecto. Profesor y miembro del Instituto Pascual Madoz de la Universidad Carlos III.

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