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El foco
Tribuna
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‘To stay or not to stay’...

Recuerdo cómo, en una conferencia sobre responsabilidad social de la empresa, en un hotel de Nueva York hace unos años, la persona que habló antes que yo, un americano espigado, antes de empezar su alocución, calándose una gorra roja, exclamó: “Acabo de comprar esta gorra en Macy’s por 20 dólares, ¿saben ustedes cuánto cobró el trabajador de Pakistán que la elaboró? 10 céntimos”.

 Un sweatshop es un taller de fabricación que emplea a trabajadores en condiciones injustas e inhumanas, vulnerando la seguridad, la salud y los salarios; a menudo con exposición a materias nocivas, situaciones peligrosas, temperaturas extremas y abuso de capataces. Las normas laborales no existen, no se exigen o no se cumplen. Estos talleres se encuentran en todos los países, aunque se concentran en los subdesarrollados, y producen diversidad de productos, desde vestidos hasta ordenadores. Nuestras tiendas están repletas de ellos.

La presente reflexión es consecuencia del derrumbamiento del edificio construido ilegal y precariamente que albergaba 50 talleres en la Plaza Rana de Bangladés causando más de mil muertos y miles de heridos y desaparecidos, sin duda el peor accidente de la historia en el sector textil. Bangladés congrega a más de 5.000 de estos talleres, con 54 horas de trabajo a la semana y salarios de 30 dólares al mes y empleando a 7 millones de niños.

El problema no es exclusivo de Bangladés y afecta a muchos países en desarrollo. Por ejemplo, Vietnam (2.000 talleres), Camboya (250), etcétera, incluyendo muchos otros del Sur y también célebres ciudades del primer mundo. Los dramas humanos son intensos e innumerables. Los trabajadores se ven en la necesidad de aceptar estas condiciones infrahumanas para subsistir ellos o sus familias, sin posibilidad de denuncia porque ellos mismos están en situación ilegal o amenazados con represalias.

No es este el desastre de esta naturaleza único en la historia. El taller Pemberton, en Massachusetts, se derrumbó en 1860; el Triangle Shirtwaist, en Manhattan, ardió en 1911, muriendo 145 personas, y el pasado noviembre, en el Tazreen Fashions, en el propio Bangladés, con 110 muertes, constituyen alarmantes tragedias.

Como en ocasiones anteriores, ante la inescapable visión no solo de la injusticia del sistema, sino de la interpelación de la hecatombe, Occidente ofrece tímidas reacciones. La primera, compensar a las víctimas con llamamientos a las marcas occidentales (Plaza Rana requiere 30 millones de dólares). Pero esto, aunque se logre, es atacar el absceso, pero no el proceso infeccioso. También se reitera la necesidad de auditorías para supervisar estos abusos, pero, como ya ocurrió anteriormente, su eficacia es dudosa porque, o bien las auditoras carecen de independencia por estar formadas por las propias empresas auditadas, o bien se les priva de la necesaria información.

Esta situación constituye una manifestación más del injusto orden económico del siglo XXI, donde la mitad del mundo vive a expensas de la otra mitad y repugna a un elemental sentimiento humanitario.

Su análisis exige contemplar la cadena humana: trabajador, fabricante local, multinacional fabricante, consumidor. Salvo el primero, víctima de la iniquidad, todos los demás son responsables de ella. El fabricante local, como autor directo de la violación de los derechos humanos amparado en una comunidad mísera y una legislación tolerante o corrupta. Las grandes empresas imponen precios ruines al fabricante local y venden los productos a la sociedad opulenta fascinada por el oropel de rimbombantes marcas. Y los consumidores que adquirimos los productos atendiendo exclusivamente a su precio ignorando las circunstancias de fabricación.

A pesar de su gravedad, hay quienes defienden este sistema. Sostienen que muchos prefieren trabajar en sweatshops porque, aunque increíble, ofrecen mejores salarios que sus trabajos anteriores o en el campo y que los sweatshops constituyen un paso inicial en el proceso de desarrollo tecnológico y económico del país. Añaden que, cuando se cierran estos talleres, muchos terminan muriendo de hambre o en la prostitución.

Los defensores del statu quo están preocupados además porque elevar los niveles laborales incrementaría los costes haciendo a estos lugares menos atractivos para una producción orientada a la exportación. La clave del problema está en Occidente. Abordarlo plantea un dilema: to stay or not to stay. O bien perpetuar la esclavitud manteniendo estos talleres de sudor y los salarios y condiciones de miseria o bien las empresas del Norte abandonar la producción en estos países y los consumidores boicotear sus productos obligando a cerrar la principal industria del país y condenando a grandes masas a condiciones aún más calamitosas. Analógicamente, lo que se hizo con la Sudáfrica del apartheid o con Burma.

Aunque la explotación del Sur por el Norte exige un chequeo global y macroquirúrgico y no curas de ambulatorio, la realidad es que el dilema es falso. Los países pobres mejorarían los niveles laborales aprovechándose de las oportunidades de producción y comercio con la reforma de las leyes internacionales sobre comercio, premiando más que castigando a los países que elaboran dichos niveles y ofreciéndoles acceso adicional a los mercados de exportación en países ricos y proporcionándoles asistencia financiera para neutralizar el alza de costos.

Salvo las víctimas, todos los demás integrantes de la cadena debemos reaccionar. Las grandes multinacionales deben quedarse. Un responsable de Oxfam decía que lo último deseable es que estas empresas emigraran. Además, deben concertarse para mejorar las condiciones, ya que la competencia hace la acción unilateral difícil. Los Gobiernos deben elevar las exigencias legislativas y promover la acción sindical. Los consumidores, ser selectivos exigiendo información sobre trazabilidad. De la misma manera que los productos farmacéuticos y los alimenticios están obligados a declarar sus elementos integrantes, muchos productos deberían contener información suficiente para que el consumidor pudiera decidir.

Acabo de redactar estos párrafos y leo la noticia del incendio mortal de un nuevo edificio con este tipo de talleres en Bangladés, lo que confirma la gravedad del asunto y la urgencia en solucionarlo.

Ramón Mullerat Balmaña es abogado. Autor de ‘International corporate social responsibility. The role of corporations in the economic order of the 21st century’

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