_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El paro juvenil: realidades y excusas

Hace unos días, mi hijo mayor se puso a llorar. Estudiaba los tiempos verbales y dijo: “No quiero estudiar, me aburro”. Conversamos sobre el esfuerzo, la perseverancia, la actitud positiva, la planificación… Le acabé confesando que, en su lugar, probablemente yo también me estaría aburriendo, aunque le advertí que las cosas no siempre son divertidas.

“¿Cómo no va aburrirse un niño de 13 años estudiando lo mismo y de la misma manera que cuando yo tenía su edad?”. Y seguí pensando: “Él no es el único que debería tener deberes”. Le propuse que dejara el estudio y viéramos una película y me quedé enfrascada en una última reflexión: “Si empieza a trabajar a la misma edad en que empecé yo, solo le quedan 3 años para acomodarse a esta jungla…”. Una jungla cuya fisonomía poco va a cambiar en los próximos años, porque en lugar de transformarla, seguimos recreándonos en el marasmo de las estadísticas y jugando a la hipócrita táctica del chivo expiatorio.

Se reitera que el problema fundamental de nuestros jóvenes es su falta de adaptación a las necesidades del mercado, hecho que explicaría su tasa de paro. Por ello, nuestros sabios sacerdotes proponen como solución la reforma del sistema educativo y de la formación profesional, cargando sobre las espaldas de los alumnos y de las estructuras educativas la responsabilidad de hacer de nuestros jóvenes trabajadores de bien. Un chivo sacrificado y el otro literalmente abandonado en medio del desierto.

Pero, quizás valga la pena que aflore alguna información relevante que nos ayude a enriquecer los preocupantes simplismos con los que acostumbra a explicarse solo una parte de lo que siempre ha pasado y que, curiosamente, obvian lo que está pasando actualmente y que hasta ahora no había ocurrido. Históricamente, la tasa de paro juvenil siempre ha estado por encima de la tasa de paro general. Y también históricamente, en los momentos de crisis, se ha acostumbrado a ajustar más el empleo de los jóvenes que el de las cohortes de edad más avanzada y con cargas familiares. Pero el actual contexto nos ofrece nuevos datos sobre los que deberíamos concentrar también nuestra atención y nuestra capacidad de acción.

Primero. Buena parte de nuestras empresas no disponen de mapas de competencias sobre los que definir los puestos de trabajo, lo que se traslada a unos más que deficientes sistemas de selección y reclutamiento, que favorecen la arbitrariedad en la contratación y que dificultan un debate serio y no especulativo sobre la supuesta inadaptación competencial de los candidatos.

Segundo. Efectivamente, existe lo que los anglosajones denominan undereducation o underskilling. Pero es innegable que esta coexiste con su reverso: la overeducation o overskilling. Según la OIT, este fenómeno se ha incrementado en más de 1,4 puntos en los dos últimos años, provocando una grave disfunción del mercado de trabajo, que lleva a pensar que los ajustes salariales no solo se hacen a través de las medidas de flexibilidad interna, sino contratando a jóvenes formados para ocupar puestos de menor cualificación y salario.

Se trata de una práctica empresarial con efectos negativos acreditados sobre la productividad y también sobre el reajuste de recursos. Los jóvenes con menor formación quedan expulsados del mercado ya que los puestos que podrían ocupar los ocupan inadecuadamente las personas con mayor cualificación. Y los jóvenes con formación se descapitalizan o escapan en busca de mercados más equitativos.

Ello puede explicar parcialmente el tercer dato: el del crecimiento del paro de larga duración entre los jóvenes, especialmente los no cualificados, cuyas repercusiones son especialmente graves. En los próximos siete años, el peso de los activos entre 16 y 39 años va a caer estrepitosamente a un 41% sobre el total de la población con edad y posibilidades de trabajar.

Ken Loach, en la película que vi hace unos días con mi hijo, cuenta que cada año el 2% del mejor whisky escocés se pierde en las barricas. Es lo que él llama la parte de los ángeles. Apedreando al chivo y sin hacer los deberes, me pregunto: ¿adónde irá a parar la parte del que ya es el mejor talento de nuestros jóvenes?

Esther Sánchez es Profesora de Esade Law-School  @estsanchezt

Archivado En

_
_