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A fondo

La muerte lenta de la indexación de la economía

La cláusula de revisión, las derivas salariales, la revalorización de las pensiones, la deflactación del IRPF,... yacen víctimas de la crisis

Únicamente el 17% de los convenios colectivos firmados en los tres primeros meses del año tienen un mecanismo de garantía de la ganancia salarial, cuando durante 2012 tales herramientas estaban incluidas en un 41% de los acuerdos que regulaban los sueldos de los trabajadores por cuenta ajena. Es el mejor indicador de que la indización de las rentas está en retirada. Pero hay más: en los dos últimos años los salarios nominales de los funcionarios se han congelado (se han reducido de hecho, si se computa la eliminación de una paga extraordinaria que solo recuperarán en función de determinadas condiciones y en el largo plazo), y el mecanismo de revalorización de las pensiones, el mayor engranaje de indexación de la economía que existía en España, ha saltado por los aires por la falta de recursos públicos. Ha saltado por los aires, y no volverá nunca a pisar tierra firme, porque la indexación de las rentas, la indexación de la economía en general, está en coma, o, en la práctica, ha fenecido.

La indexación, o indización, considerada como la unión sagrada e inevitable de todos los costes a la evolución de los precios, es un intrumento tan pernicioso como antiguo, y en España hunde sus impenetrables raíces en la pedestre negociación colectiva que arrancó con el desarrollismo industrial de los sesenta. Utilizada en sus inicios como prolongación laboral del paternalismo franquista e incorporada al sindicalismo español de clase, aunque no en exclusiva, como imprescindible herramienta de defensa en el primer acto de reparto de la renta (la determinación del salario), se convierte en una economía abierta en un esclerotizador de la competitividad empresarial y del libre desempeño de los trabajadores. De hecho, la indexación entendida como el mejor instrumento, el mejor aliado, para proteger a las rentas salariales de la inflación, puede convertirse en el principal acelerador de la propia inflación; en la principal levadura de unos precios que jibarizan lentamente el poder de compra de unos sueldos aparentemente crecientes.

La economía española ha sido víctima de la indexación doblemente, porque ha encajado los desperfectos de la indización reglada y de la subjetiva. La primera da acomodo a los movimientos que los precios generan en todos los costes y en todas las rentas con la protección normativa, desde los Presupuestos Generales del Estado a la Ley General de Seguridad Social, pasando por la regulación de los alquileres o los convenios colectivos. Este tipo de reglas legislativas ha movilizado el gasto público y los costes laborales al son que marcaba la inflación, y viceversa, con efectos muy dañinos para los niveles de competitividad de la oferta tanto en los mercados internacionales, como en los nacionales.

Pero la indexación ha traspasado los explícitos convencionalismos de las actualizaciones salariales o de pensiones, para filtrarse en todos los comportamientos de la economía y ha sido un fiel acompañante de la inflación inmobiliaria, que aunque no está cuantificada en la cesta de la compra del Indice de Precios de Consumo, ha imantado y envenenado los precios de todo cuanto giraba a su alrededor, y en España han girado muchas cosas alrededor de la burbuja inmobiliaria. Y lo ha hecho hasta activar todas las variables de costes y precios y colocarlas en niveles insostenibles.

La muerte de la indexación no es definitiva. Seguramente resucitará cuando la economía recupere el aliento y vuelva a caminar a velocidad de crucero. Es un vicio cómodo de soportar, pero es cierto que tiene cada día que pasa más dificultades para volver a arraigar, sobre todo porque la globalización de la actividad tiene más poder de determinación de los precios y los costes que la propia inflación y porque la medicina tradicional contra la acumulación indeseada de inflación (la devaluación) ya no es recetable.

La virulencia y longevidad de la crisis hace imagimar un paisaje sin inflación, aunque sea inevitable importar una notable dosis vía energía y los impuestos no sean otra cosa que inflación en vena de los bienes y servicios que consume una comunidad. Porque a esos dos nada despreciables orígenes se ha limitado la inflación, pese a la resistencia de algunos actores económicos a hacer abstracción de las subidas de precios, pese a que se haya desplomado la demanda. Aunque conserve algunos vicios reproductivos, los motores más dinámicos de la indexación económica se han parado.

En el último año de efervescencia económica, en 2006, los convenios recogían subidas salariales nominales de más del 3%, y hasta un 72% de ellos contenían mecanismos de protección de las subidas nominales, las dichosas cláusulas de revisión salarial. La presión de la crisis las ha reducido hasta el 40% en 2012, y este año, tras las facilidades que la reforma laboral ha dado a las empresas para descolgarse de los convenios, los niveles actuales no pasan del 17%, aunque, cierto es, la negociación colectiva está prácticamente paralizada. Víctima también de la crisis, han desaparecido los deslizamientos salariales, que eran también un multiplicador del coste laboral, y por ende, de la inflación. Horas extras, antigüedad y pluses remunerativos han sido eliminados, reducidos o absorbidos, y en los dos últimos años han tenido incluso desempeño negativo.

Únicamente el salario mínimo interprofesional y su hijo bastardo, el Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples (IPREM), resisten a la devastadora limpieza de la indexación que ha practicado la crisis. Nada queda de la correción de rentas, salariales o no, en función de la inflación pasada (tal era el mecanismo de corrección de pensiones); nada queda de los acuerdos salariales que combatían la inflación negociando subidas sobre la inflación prevista, y que fue muy útil en los años ochenta; nada queda de la subida de los salarios de los funcionarios como banderín de enganche de la negociación colectiva del sector privado. Y nada queda de la tradicional deflactación de la tarifa del impuesto sobre la renta y otros tributos, porque así Hacienda convierte a la inflación en uno de sus mejores aliados en materia de ingresos, algo que ya han hecho varios gobiernos en varios ejercicios.

Únicamente queda la utilización, cada vez con menos entusiasmo por parte de la banca, del euríbor como referencia financiera para establecer el coste de los créditos hipotecarios. Sea porque el mercado interbancario ha dejando en penumbra al propio índice una temporada larga, sea porque la presión bajista del interbancraio desaconseja su uso para no reducir los márgenes de intereses.

Desde ahora, en una economía abierta y en la que ningún sector es igual a otro porque sus niveles de exigencia mercantil son diferentes, nadie marca el camino a nadie: cada cual determinará los salarios como buenamente pueda, llevando la primera pelea por el reparto de la renta al convenio de cada empresa, porque cada cual debe abrirse en soledad camino. Cada empresa es un mundo dentro del mundo. No obstante, los resistentes sindicatos se aferrarán al sempiterno reglaje de los acuerdos marco y a sus cuadriculadas circulares, que únicamente servirán de engañosas balizas para evitar ahogarse en la procelosa economía de la competencia global.

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